Por: Ricardo Silva Romero
29 de Agosto del 2013El Tiempo
'El tal paro agrario' ha encauzado la indignación,
la confusión y el oportunismo que se dan tan bien aquí,
pero al final sí que ha valido la pena.
Si usted está a punto de terminar una amistad por culpa de una tontería, querido lector, que por el amor de Dios no sea por Uribe ni por Santos: que cada uno a su manera ha sabido combinar su cacareada preocupación por el país –y para ser justos: una importante vocación a mejorar ciertos indicadores– con esa vieja inclinación a permitirles a los empresarios favoritos que se vayan quedando con la tierra. Ponga usted, lector, un punto rojo en los lugares del mapa de Colombia que les han sido arrebatados a los campesinos con “la Violencia”, las tretas legales o los “tratados de libre comercio” que se han dado tan bien en estos climas: tendrá pronto, como resultado, una mancha de sangre. Y ser uribista o ser santista será nomás cuestión de gustos.
Fue en el 1990 del olímpico César Gaviria, después de 170 años de pulsos a muerte, cuando nuestro proteccionismo vergonzante perdió su última batalla con el librecambio. El sentido del Estado fue, a partir de entonces, servirles de garante a los negocios. Todo el mundo fue “igual” ante la ley de la oferta y la demanda. Y ya no hubo más campesinos sino daños colaterales. Que hoy protesten con rabia contra el TLC, que a estas alturas de la economía global –y para ser justos: ahora que los indicadores señalan que en el país ha ido bajando la pobreza– no hayan conseguido ser competitivos, pone incómodos a los tecnócratas que han gobernado la “hegemonía neoliberal” de estos veinte años. Quizás les diga que el papel no lo aguanta todo. Quizás les pruebe que ha sido un error enfrentar a “los labriegos” como a una colonia de la República de Bogotá que no logra sobreaguar su miseria. Quizás les dé lo mismo.
Son, en cualquier caso, días nuevos. El expresidente Uribe, que persiguió el TLC con el fervor de un enemigo, se atrevió a solidarizarse con el malestar de los campesinos: con qué cara. El presidente Santos, ese indescifrable exministro de todos los gobiernos, fue capaz de declarar “el tal paro nacional agrario no existe”, torpe o desalmado, confiando en que lo que no se pronuncia no está allí. Y ser uribista o ser santista fue nomás cuestión de gustos.
Toda la vida se dijo: “hasta que un día la gente se canse”. Pues bien: ya fue. Los campesinos, cercados por los exorbitantes precios de los insumos, pegaron su grito de auxilio en el Congreso: “no nos digan que tenemos que ser competitivos porque nosotros nos matamos al sol y al agua”, dijeron, “cómo se va a hacer ‘una paz’ cuando hay hambre”. Y el viernes pasado, tres meses después, por fin perdieron la paciencia. Ciertos agentes del Esmad quisieron someter a los manifestantes en Tunja, en Fusa, en Sibaté. Se denunciaron saqueos, torturas, violaciones. Pero los agricultores no se dejaron doblegar. Y el presidente de turno, de vuelta de su fin de semana, tuvo que sentarse a hablar con ellos.
“El tal paro agrario” ha encauzado la indignación, la confusión y el oportunismo que se dan tan bien aquí, pero al final, después de la mitología y la violencia, sí que ha valido la pena. Porque ha puesto en claro que un gobernante que merezca una pelea con un amigo pone la cara por los errores y los logros de su tiempo; preserva a su sociedad con cambios de fondo –con una verdadera inversión en educación y una política seria para el campo, por ejemplo– en la selva de este librecambio que no anuncia reversa; y reconoce en voz alta, sin las palabras devaluadas ni los titubeos de quien sólo está jugando el juego del poder, que nada tiene que ver la caridad con la administración de lo público: faltaba más que hubiera que darle las gracias a un gobierno.
Ser uribista o ser santista es, pues, nomás cuestión de gustos: quiera Dios, señor lector, que se pare algún tercero.
www.ricardosilvaromero.co
Fue en el 1990 del olímpico César Gaviria, después de 170 años de pulsos a muerte, cuando nuestro proteccionismo vergonzante perdió su última batalla con el librecambio. El sentido del Estado fue, a partir de entonces, servirles de garante a los negocios. Todo el mundo fue “igual” ante la ley de la oferta y la demanda. Y ya no hubo más campesinos sino daños colaterales. Que hoy protesten con rabia contra el TLC, que a estas alturas de la economía global –y para ser justos: ahora que los indicadores señalan que en el país ha ido bajando la pobreza– no hayan conseguido ser competitivos, pone incómodos a los tecnócratas que han gobernado la “hegemonía neoliberal” de estos veinte años. Quizás les diga que el papel no lo aguanta todo. Quizás les pruebe que ha sido un error enfrentar a “los labriegos” como a una colonia de la República de Bogotá que no logra sobreaguar su miseria. Quizás les dé lo mismo.
Son, en cualquier caso, días nuevos. El expresidente Uribe, que persiguió el TLC con el fervor de un enemigo, se atrevió a solidarizarse con el malestar de los campesinos: con qué cara. El presidente Santos, ese indescifrable exministro de todos los gobiernos, fue capaz de declarar “el tal paro nacional agrario no existe”, torpe o desalmado, confiando en que lo que no se pronuncia no está allí. Y ser uribista o ser santista fue nomás cuestión de gustos.
Toda la vida se dijo: “hasta que un día la gente se canse”. Pues bien: ya fue. Los campesinos, cercados por los exorbitantes precios de los insumos, pegaron su grito de auxilio en el Congreso: “no nos digan que tenemos que ser competitivos porque nosotros nos matamos al sol y al agua”, dijeron, “cómo se va a hacer ‘una paz’ cuando hay hambre”. Y el viernes pasado, tres meses después, por fin perdieron la paciencia. Ciertos agentes del Esmad quisieron someter a los manifestantes en Tunja, en Fusa, en Sibaté. Se denunciaron saqueos, torturas, violaciones. Pero los agricultores no se dejaron doblegar. Y el presidente de turno, de vuelta de su fin de semana, tuvo que sentarse a hablar con ellos.
“El tal paro agrario” ha encauzado la indignación, la confusión y el oportunismo que se dan tan bien aquí, pero al final, después de la mitología y la violencia, sí que ha valido la pena. Porque ha puesto en claro que un gobernante que merezca una pelea con un amigo pone la cara por los errores y los logros de su tiempo; preserva a su sociedad con cambios de fondo –con una verdadera inversión en educación y una política seria para el campo, por ejemplo– en la selva de este librecambio que no anuncia reversa; y reconoce en voz alta, sin las palabras devaluadas ni los titubeos de quien sólo está jugando el juego del poder, que nada tiene que ver la caridad con la administración de lo público: faltaba más que hubiera que darle las gracias a un gobierno.
Ser uribista o ser santista es, pues, nomás cuestión de gustos: quiera Dios, señor lector, que se pare algún tercero.
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