Rafael Uzcátegui (*)
Algunas personas piensan, a raíz de la sentencia de la Corte Interamericana
de Derechos Humanos (CIDH) que favorece a Leopoldo López, que este organismo
tiene como función erosionar la soberanía de los países beneficiando a
determinado tipo de actores políticas, con capacidad económica para influir en
las decisiones de los magistrados. Esta apreciación es falsa por dos razones:
La primera porque es nuestra propia Carta Magnan, pues en el artículo 23 se
establece que los tratados, pactos y convenciones sobre derechos humanos tienen
jerarquía constitucional y prevalecen en el orden interno. En segundo lugar
porque dicha afirmación desconoce olímpicamente las anteriores sentencias de la CIDH contra Venezuela, que
precisamente benefician a personas que difícilmente pudieran ser calificadas
como oligarcas. Como se recordará, ante la imposibilidad de alcanzar justicia
ante los sucesos de febrero y marzo de 1989, las víctimas de la represión
indiscriminada por parte de las fuerzas militares acudieron a esta instancia
internacional de protección a los derechos humanos. La decisión logró lo que no
pudieron los tribunales locales: obligar a “una investigación efectiva de los
hechos de este caso, identificar a los responsables de los mismos, tanto
materiales como intelectuales, así como a los eventuales encubridores, y
sancionarlos administrativa y penalmente según corresponda”. Como sabemos, el
Estado ha incumplido esta sentencia, y se ha limitado a las reparaciones
materiales.