Por Elvira Blanco* y Alejandro Quryat**
El Profesor Keymer Ávila es Investigador del Instituto de Ciencias Penales de la Universidad Central de Venezuela, y Profesor de Criminología en Pre y Postgrado de la misma universidad. Es uno de los principales estudiosos y críticos de la violencia institucional y del sistema penal de la Venezuela contemporánea. En este extracto de una entrevista publicada -originalmente en inglés- el 6 de julio por No Borders News, Elvira Blanco y Alejandro Quryat del colectivo Venezuelan Workers Solidarity le preguntan sobre los nexos entre el racismo y la violencia estatal en nuestro país.
En el presente, bajo el régimen de Nicolás Maduro, ¿cómo interactúan las fuerzas policiales o de seguridad con grupos racializados u oprimidos por el racismo? ¿Cómo responden estas fuerzas cuando estos grupos se organizan por sus derechos?
Cuando denunciamos que en Venezuela la policía lleva una masacre por goteo en contra de jóvenes de los sectores populares, nos referimos a jóvenes pobres y racializados. En el país el sistema penal es tan clasista y racista como en otros países de la región; la diferencia podría estar en sus altos niveles de letalidad.
En el caso venezolano particular, los cuerpos de seguridad desde sus orígenes venían signados por su militarización e instrumentalización político-partidista, así como por sus excesos contra las clases populares. La lógica bélica que se impuso para hacer frente a la lucha armada de las décadas de los sesenta y setenta, que dejó un saldo de miles de casos de violaciones a los derechos humanos, se trasladará en las décadas siguientes a las prácticas cotidianas de los organismos de seguridad. Casos como los “pozos de la muerte”, la masacre de “El Amparo” o “El Caracazo” serán emblemáticos para las últimas décadas de nuestro siglo XX.
El siglo XXI en Venezuela venía acompañado de la promesa de un cambio radical, de una ruptura con todo lo anterior. Sin embargo, lo que sucedió fue la continuidad y profundización de todo lo que ya venía muy mal.
Según información oficial cotejada en nuestros estudios, entre los años 2010 y 2018 fallecieron a manos de las fuerzas de seguridad del Estado unas 23.688 personas. El 69 % de estos casos ocurrió entre 2016 y 2018. La tasa de homicidios a manos de efectivos del Estado por cada cien mil habitantes (pccmh) se sextuplica entre 2010 y 2018, llegando a 16,6 pccmh, un registro superior a las tasas de homicidios totales de la mayoría de los países del mundo.
Asimismo, la proporción de estos casos frente al total de homicidios se incrementa, en ese mismo período, de 4 % a 33 %. Es decir, actualmente uno de cada tres homicidios que ocurre en el país es consecuencia de la intervención de las fuerzas de seguridad del Estado. Esto en un país cuya tasa de homicidios es de 50 pccmh puede considerarse como una masacre: durante 2018 murieron diariamente 15 jóvenes venezolanos por estas causas.
Para tener una idea de las dimensiones: en Brasil este tipo de casos apenas ocupan el 7 % de sus homicidios. Durante 2017, Venezuela tuvo más muertes por intervención de la fuerza pública que este país vecino, que tiene siete veces su población: Brasil 4.670 muertes, Venezuela 4.998.
Otro contraste que puede resultar de interés para ustedes: Patrick Ball estima que entre 8 % y 10 % de los homicidios ocurridos en los EEUU son consecuencia de la intervención de sus fuerzas de seguridad. En Venezuela ese porcentaje es tres veces mayor.
Estos son algunos de los saldos que caracterizan al actual gobierno, que lejos de debilitarlo le fortalecen, porque opera con una lógica necropolítica: en la medida que se deterioran las condiciones materiales de vida, la vida misma parece también perder su valor. En ese proceso se ejercen mayores y más efectivos controles sobre la población. Mientras más se le acusa de autoritario y dictatorial, como generador de terror, más se envilece. Allí yace su principal capital político. Su legitimidad no se encuentra ni en los votos ni en la voluntad popular, sino en el ejercicio ilimitado del poder y de la fuerza. El miedo es una de sus principales herramientas.
Con la pandemia, esta excepcionalidad solo ha seguido extendiéndose, otorgándole más poder a quienes ya controlaban todo el aparato del Estado. Durante los primeros dos meses de cuarentena —período en el que se esperaba que al reducirse la movilidad social se redujera también la violencia callejera— murieron a manos de las fuerzas de seguridad del Estado más de 428 personas. 99 de ellas eran privados de libertad que huyeron, huían o manifestaban contra las precarias condiciones en las que se encontraban en calabozos policiales o centros penitenciarios. Son siete muertes diarias, que no escandalizan a nadie. En ese mismo lapso el COVID-19, según cifras oficiales, había acabado con la vida de 10 personas, es decir, una persona cada seis días. Para los venezolanos, las fuerzas de seguridad del Estado son 43 veces más letales que la pandemia que azota al mundo.
Es importante distinguir algo que se manipula mucho en los medios de comunicación cuando se aborda el tema Venezuela, desde los prejuicios de clase y de raza: las cifras de miles de muertes que acabo de señalar se refieren a jóvenes de los sectores populares que son masacrados bajo la excusa de la “seguridad ciudadana”. No se trata de disidentes políticos ni manifestantes. Es importante señalar estas diferencias. Esto no significa que en Venezuela la represión contra las manifestaciones no sea brutal, pero la violencia institucional de carácter letal no se expresa en estos contextos de manera tan masiva como la que se aplica de manera sistemática, permanente y cotidiana contra los jóvenes de los sectores populares.
La represión del Estado siempre es política, la seguridad ciudadana solo sirve como excusa para ello. Esta represión se distribuye socialmente de manera diferenciada: en los barrios pobres es ilimitada y letal, mientras que en las manifestaciones depende de quiénes protesten. Cuando los pobres son los que protestan la represión es mayor, como se pudo observar con las protestas de finales de enero del año pasado en Venezuela, con un saldo aproximado de 50 personas fallecidas en menos de dos semanas. En contraste, cuando son jóvenes de las capas medias o estudiantes universitarios los que protestan la violencia institucional generalmente se expresa de formas menos letales, como detenciones arbitrarias, torturas, allanamientos masivos ilegales, procesamientos de civiles en jurisdicción militar, etc.
¿Qué conciencia hay en Venezuela sobre el racismo en EEUU, el movimiento por las Vidas Negras (BLM), y la rebelión en curso? ¿Y qué significado toman las discusiones sobre ello en el contexto político venezolano?
Agradezco esta pregunta porque permite decir varias cosas que considero importantes y que veo que no se abordan en el debate público.
Podemos ver sectores que condenan la violencia policial en EEUU pero legitiman y justifican la masacre que las fuerzas de seguridad llevan a cabo en Venezuela. Éstos también tienen su reflejo inverso en el espejo: los que legitiman y justifican la violencia policial en EEUU pero condenan con vehemencia cuando esto ocurre en Venezuela. Al final los fans de Trump y Maduro, respecto a estos temas, son bastante similares, porque siguen proyectos estructuralmente autoritarios, represivos y antidemocráticos. Aunque se auto-definan como antagónicos, son más bien complementarios, y se legitiman recíprocamente. Usan los excesos del otro como propaganda oficial para así encubrir o justificar sus propios excesos.
En Venezuela, por ejemplo, el gobierno usa el terrible caso de George Floyd para sus arengas y propagandas contra el gobierno de los EEUU, con la finalidad de engatusar a incautos de buena fe de la progresía internacional. Con ello distraen la atención para ocultar el desastre que han hecho en el país, así como las masacres que ejecutan sus propios cuerpos de seguridad.
Por parte de los sectores de la oposición más tradicional, Black Lives Matter no va a encontrar mayor eco porque en el fondo son conservadores, racistas y clasistas, y están de acuerdo con ese tipo de excesos en contra de sectores excluidos. Solo levantan la voz por esos casos cuando las víctimas son sus propios militantes, algún joven de clase media en el contexto de una manifestación política o cuando le conviene a su propia agenda mediática. Los miles de jóvenes pobres y racializados que mueren por intervención de la fuerza pública en el país les importan muy poco.
Creo que la conciencia de raza en Venezuela está aún en estado de gestación. La izquierda en el país es predominante y mayoritariamente conservadora y eurocéntrica. No se plantea estos temas, y la raza no entra bien en su cartilla de la lucha de clases. Además, gran parte de ella está actualmente en un proceso de extinción autodestructiva al haber sido cooptada por los aparatos, las lógicas y retóricas oficiales. De allí su oscilación entre las justificaciones, el negacionismo, y el silencio cómplice con los excesos gubernamentales y las violaciones a los derechos humanos en el país. Solo sectores minoritarios y con poca incidencia se mantienen en pie de lucha. Afortunadamente la izquierda internacional y sectores progresistas se hacen cada vez más conscientes de lo que realmente sucede en Venezuela y poco a poco han dejado de lado las solidaridades automáticas con el gobierno.
La violencia institucional y las violaciones a los derechos humanos deben ser siempre condenadas de manera enérgica. No existen buenos violadores de derechos humanos y sus conductas no deben justificarse de ninguna manera. Ese doble rasero para condenar a unos y justificarles a otros los mismos excesos le hace un daño enorme a las sociedades, a los Estados y a la política misma.
*Elvira Blanco Santini es estudiante doctoral en Culturas Latinoamericanas e Ibéricas en la Universidad de Columbia, Nueva York.
**Alejandro Quryat es un socialista venezolano radicado en Nueva York, graduado de la Universidad de Columbia.
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