Conocí a Santiago a finales del año pasado, en una de mis caminatas de finales de la tarde por los alrededores del río el Ingenio en Guatire, a donde acostumbro ir a buscar un poco de esa serenidad y sosiego, que el río con su rumor y el bosque que lo rodea, le brinda a quien lo sepa apreciar. Nada mejor para calmar la ansiedad, después de un día de trabajo en Caracas aderezado con la agobiante realidad de país que nos a tocado vivir.
Eran más de las seis y empezaba a oscurecer, cuando me lo encontré sentado cerca de la pasarela que cruza el río, esperaba compañía para el largo camino de regreso a su casa. Así que anduvimos juntos un largo trecho, y Santiago con su don de buen conversador se hizo mi amigo, no hay lugar donde me vea que no me salude a viva voz. Tiene nueve años, pero la estatura de un niño de seis, su delgadez para aquel momento ya dejaba ver su pobre alimentación, llevaba puesto un raído uniforme escolar, unos zapatos rotos y un sucio morral tricolor de los que dio el gobierno. Me contó que vivía muy arriba en la montaña, que eran como siete hermanos, tres menores que el, que el mayor estaba preso, había poco de comer en su casa, pero que a el le daban algo de comer en la escuela.
Con el pasar de los meses, mis encuentros con Santiago fueron cada vez más deprimentes y desoladores. Así como el país se a ido hundiendo aceleradamente en la miseria y el hambre, Santiago y su familia pasaron de la pobreza extrema a la miseria total. En algunas ocasiones lo encontrábamos al regresar de Caracas, mucho más abajo, cerca de algunos comercios, buscando algo de comer, con hambre, le buscábamos algo para que hiciera seguramente la única comida del día, porque ya en la escuela no les daban comida.
Después de un tiempo sin verlo, nos encontramos un Sábado por la mañana en el río, una semana antes del fraude constituyente. Yo regresaba de caminar cuando nos vimos, y aquel encuentro me dejo abrumado, Santiago era ya un niño en harapos, descalzo, con hambre, mucha hambre, y yo no tenía que darle en ese momento. Regrese a mi casa con un nudo en la garganta por el encuentro, improvisamos una vianda de comida con lo que encontramos en la nevera y algunos panes, y nos fuimos en la vieja camioneta mi hija y yo a buscarlo. Después de mucho buscar y preguntar, encontramos la "casa"donde vivía con su familia, una vieja construcción con cuatro paredes y un techo que les servia de refugio, y como únicos enseres habían varias colchonetas en el piso. Allí lo encontramos, con dos hermanitas mas, y dos vecinitos en la misma condición de pobreza,que terminaron compartiendo la poca comida que llevamos, alrededor de un improvisado fogón fuera de la casa.
Estaban al "cuidado" del padre, un hombre de unos cuarenta años que no podía trabajar por una extraña enfermedad, la madre se había ido a buscar trabajo en Caracas cerca del hijo preso. El señor nos agradeció la comida ,porque lo único que había podido darles esa mañana fueron unos cambures verdes fritos que les regalaron. Esperaba que pronto les llegara la bolsa del clap, mientras los niños aliviaban el hambre de todos los días machacando los frutos de un frondoso Almendrón para comer sus semillas.
No pude dejar de pensar en el hambre y la miseria de Santiago y su familia, cuando leí las declaraciones de la "flamante " presidenta del esperpento constituyente montado por el gobierno, "en Venezuela no hay hambre, ni crisis humanitaria, lo que hay es amor".Mayor muestra de cinismo e indolencia, imposible.
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