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viernes, 11 de agosto de 2017

Natalia, después de Trotsky


Por: Eduardo Bautista 
El Financiero
Natalia Ivanovna Sedova vivió durante 22 años en su casa de Coyoacán, después del asesinato de su esposo y camarada León Trotsky. “Ella quiso que todo se mantuviera intacto; creía que era una manera de respetar la memoria de su pareja”, afirma en entrevista Esteban Volkov.

7 de mayo de 2017. “¡Que nadie toque nada!”. Fue la orden que dio Natalia Ivanovna Sedova en su casa de Coyoacán durante los 22 años que vivió después del asesinato de su esposo y camarada León Trotsky.

— ¡Que nadie mueva nada!

Ni siquiera los anteojos rotos ni los papeles dispersos sobre el escritorio: lo único que quedó del líder comunista después de que Ramón Mercader le incrustara un piolet en la parte trasera de la cabeza aquel martes del 20 de agosto de 1940.

Según detalla Dave Renton en Trotsky (2004), al funeral asistieron hasta 300 mil personas, pero Natalia se sentía más sola que nunca. Ella no había perdido al precursor de la Revolución Rusa ni al creador del Ejército Rojo. No. Ella se estaba desprendiendo del hombre con el que había compartido pasiones y exilios, del hombre al que defendió con su propia vida el 24 de mayo de 1940, cuando una banda de pistoleros dirigida por David Alfaro Siqueiros disparó –infructuosamente– contra la habitación donde la pareja dormía.

“Tras la muerte de Trotsky, Natalia quiso que todo se mantuviera intacto. Creía que era una manera de respetar la memoria de su esposo: una forma de enseñarle al mundo los crímenes de Stalin”, dice en entrevista su nieto político, Esteban Volkov, quien actualmente es el director del Museo Casa León Trotsky.

Marguerite Bonnet –una de las grandes amigas de Natalia– escribe en Una vida de revolucionaria (1962) que todo quedó inerte en aquella casa, como si se hubiera detenido el tiempo: el jardín bien podado, la tenue luz interna, las viejas vasijas de artesanía mexicana, las pilas de revistas, y la mayor y acaso única riqueza de aquel inmueble marchito: los libros.

“La recuerdo caminando sin rumbo en el jardín, tambaleándose, con la mirada perdida. Su rostro mostraba el dolor llevado a su máxima expresión; es difícil describir su sufrimiento con palabras, porque años antes también había perdido a su hijo mayor (Lev Sedov, quien murió en 1939 en condiciones que nunca fueron aclaradas, presuntamente por envenenamiento)”, comparte Volkov.

Su nieto la describe como una mujer de espíritu inquebrantable, callada y contemplativa. Encontró paz en Van Gogh y en los conciertos de la Orquesta Sinfónica de México, a los que acudía frecuentemente. También le apasionaban las tareas del jardín: su rincón favorito.

De joven había estudiado botánica en Ginebra, donde se unió a un grupo estudiantil liderado por el teórico marxista Georgi Plejanov. Después se unió a Iskra, el periódico socialista fundado por Lenin que ayudó a la unificación de todas las fuerzas revolucionarias de Rusia. Su tarea era importar, clandestinamente, textos revolucionarios procedentes de toda Europa.

Vocación imperturbable

Nacida en Romni, Ucrania, Natalia fue una militante clave para el estallido de la Revolución de Febrero de 1917, un movimiento en el que las mujeres fueron fundamentales para el derrocamiento del zarismo, dice el historiador francés Gérard de Cortanze, quien acaba de publicar su novela Los amantes de Coyoacán (Planeta), en la cual destaca otro de los grandes dolores que padeció Natalia: la infidelidad de su marido.

Con la autorización del presidente Lázaro Cárdenas, León Trotsky y Natalia Sedova llegaron a Tampico el 9 de enero de 1936 en calidad de refugiados políticos. En la Ciudad de México fueron recibidos por Diego Rivera y Frida Kahlo en su casa de Coyoacán. Con ella, dice Cortanze, el líder comunista sostendría un romance que le devolvió el ímpetu propio de la juventud que había perdido años antes.

“Natalia siempre fue capaz de mantenerse tranquila en los momentos más aciagos. Era una mujer muy independiente. Incluso se llevaba bien con Frida, porque ambas compartían dos cosas: la pasión por la vida y la presencia de dos hombres poderosos”, señala el investigador. “El amor entre Natalia y Trotsky se dio en el exilio. Su objetivo como pareja era simple: vivir un día más”.

Aunque la muerte la persiguió como peste –su hijo menor, Serguei, fue ejecutado en Moscú en 1937 por órdenes de Stalin– Natalia se mantuvo imperturbable en su labor política después de la muerte de su compañero.

“Lejos de sumirse en la desolación ante tanto espanto, apoyó las luchas obreras de todo el mundo, denunciando ante distintos organismos la degeneración de la Unión Soviética bajo la burocracia criminal estalinista”, escriben Gabriela Vino y Bárbara Funes en Luchadoras. Historias de mujeres que hicieron historia (2006).

En 1951, Sedova renunció a la IV Internacional, el organismo que congregaba a las fuerzas trotskistas del orbe. Su decisión desencadenó críticas e incluso hubo quienes la llamaron “traidora”. En una carta publicada en el diario France-Soir explica sus motivos: “considero al actual régimen de China, así como el régimen de Rusia o cualquier otro construido sobre el mismo modelo, tan lejanos del marxismo y de la revolución proletaria como el régimen de Franco en España”.

Esa era la Natalia pública, pero en casa, nuevamente, aparecía la Natalia introvertida, caminando por los pasillos con su chal gris y sus mismos zapatos negros. Lo único que le daba alegría a aquel hogar, recuerda Volkov, eran sus bisnietas, con quienes jugaba ocasionalmente. Sin embargo, la rutina seguía siendo lúgubre.

Cada aniversario de la muerte de Trotsky, rememora Bonnet, Sedova cumplía religiosamente con el mismo ritual: quedarse en casa, recibir cartas de condolencias, decorar la tumba con flores, plantar nuevos rosales y, finalmente, dejarse invadir por los recuerdos, imponiéndose así una incómoda existencia que le permitiera salvar del olvido la memoria de su marido.

Ese fue el mundo en el que vivió los últimos años de su vida, aunque el destino, siempre caprichoso, la condujo a una muerte lejana, en la Europa que le arrebató a sus seres queridos. Pereció el 23 de enero de 1962 en el pueblo francés de Corbeil-Essonnes. Andaba de vacaciones.

Pierre Frank, el líder de la Liga Comunista de Francia, recuerda que, “en su lecho de muerte, a menos de 40 horas de entrar en coma, ya con dificultades para hablar, deseando honrar una vez más la memoria de Trotsky, de Leon Sedov y de los bolcheviques eliminados por Stalin, aceptó ser filmada y pronunciar algunas palabras, afirmando así su certeza en la victoria de la revolución y dejando un conmovedor testimonio para las jóvenes generaciones”.
Sus cenizas descansan en la Ciudad de México, al lado de las de León Trotsky, en la que fue su casa.

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