La masa crítica sobre la situación venezolana se ha topado, a grandes rasgos, con dos elementos discursivos que han enturbiado a nivel regional la comprensión de la compleja situación de nuestro país.
En primer lugar que el gobierno bolivariano haya usado todos los tópicos y lugares comunes de la izquierda para construirse una identidad, a pesar que en la práctica muchos de estos relatos no tengan ninguna correspondencia con la realidad, e incluso, todo lo contrario. Como parte de la crisis de las ideologías propias de la modernidad, el chavismo realmente existente fracturó, en el signo, la relación de coherencia entre el significante y el significado. Cuando el bolivarianismo postuló la soberanía energética, en la imagen mental del auditorio de izquierda se encontraba un país que, como aseguraron sus teóricos como Noam Chomsky y Michael Albert, había nacionalizado su industria energética en 1999 y largado a patadas a las trasnacionales del sagrado suelo patrio. Sin embargo, el significante de soberanía energética, como sabemos, fueron contratos a 40 años bajo la modalidad de empresas mixtas con empresas como Chevron, British Petroleum y Repsol. Varias tesis de semiología podrían elaborarse a partir de cómo mientras la transnacional española afirmó que tenía en Venezuela el mayor reservorio de gas de su historia, la vocería de Podemos llenaba con otro contenido la “soberanía energética” venezolana. Y este no es el único ejemplo. “Soberanía alimentaria” es importar el 70% de los alimentos o “Poder popular” es concentrar en una persona la administración del poder, entre otros, con lo que la racionalidad orwelliana ha conocido nuevos territorios.
Sin embargo, este no es el único ruido en el lenguaje. Un segundo, tan importante como el anterior, han sido los argumentos construidos por un sector de la oposición con amplificación mediática internacional de peso. Y tienen que ver con, la poco feliz, comparación de la situación venezolana con hechos históricos de otras latitudes que, intentando enfatizar la gravedad de la realidad instalada entre nosotros, han operado precisamente en el sentido contrario, banalizándola. Por ejemplo, cada vez que algún vocero antichavista tiene la ocurrencia de comparar algún vericueto endógeno de los últimos 15 años con lo sucedido en la Alemania Nazi; o cuando ante un auditorio con personas de nacionalidad argentina, uruguaya, chilena, paraguaya, brasilera, boliviana –la mitad del continente pues-, se cataloga al gobierno venezolano como una dictadura. Cada vez que esto ha sido así no se ha comunicado nada: Se ha quedado en ridículo. Por eso cierta fama en círculos latinoamericanos de los venezolanos como “pantalleros”.
Si bien los contrastes con otras realidades tienen alguna utilidad, la situación de nuestro país debe compararse, en primerísimo lugar, consigo misma, con su propio devenir histórico. La cifra de 110% de inflación será risible en varios de nuestros países vecinos, pero estos tres dígitos son, por debajo, el porcentaje de encarecimiento más grande de la historia democrática venezolana. Y según las proyecciones, estaríamos bastante por encima de eso.
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