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sábado, 3 de septiembre de 2011

El hombre que amaba a los perros



De los perros, el amor y la revolución
Reseña del libro de Leonardo Padura

La novela sobre León Trotsky de Leonardo Padura (La Habana, 1955), que trata de los años de la “derrota” de Trotski, y que tiene como punto máximo su terrorífico asesinato en Coyoacán, México; parece que está teniendo un gran impacto.  Su edición francesa acaba de ser presentada en París a sala llena.  En mi caso,  se la he pasado a algunos de mis amigos, quienes se la han devorado, uno de ellos la leyó prácticamente de un tirón en tan solo tres días con sus noches, y me han comentado, sin ser ellos de ideología trotskista ni mucho menos militantes, que es lo mejor que han leído por muchos años.  Uno de mis amigos me dijo que es la historia del siglo XX, el otro no pudo parar de leer pues aunque ya sabía cuál iba a ser su desenlace, la construcción de la trama propia de la novela negra, lo sedujo hasta el punto de lo que he dicho; no podía soltar el libro. Hasta el conservador diario La Nación de Costa Rica ha tenido que ver con El hombre que amaba los perros, dedicándole una página en su edición del 11 de enero del 2011.
  
¿Las razones de tal acogida? Por un lado, sin duda la fuerza literaria del relato, tal y como directamente lo han testificado mis amigos amantes de la literatura.  Por otra parte, quizás, el hecho de que la “utopía”, tal y como denomina Padura al socialismo, no está muerto, y que la reconstrucción del verdadero papel de Trotski, es esencial para retomar con dignidad las banderas de la transformación revolucionaria de la sociedad.

El amor y los perros
Se ha dicho que Trotski fue prácticamente una máquina de la revolución y de la teoría. Jean-Jacques Marie, en su reciente biografía sobre Trotski[1], expone la dificultad y hasta la torpeza, que caracterizaron al revolucionario sin fronteras,  para expresar sentimientos, rasgos psicológicos que se le formaron desde sus años de infancia y adolescencia.  En terminología posmoderna, lo que se hoy se llamaría “inteligencia emocional” no fue el fuerte de Trotski.  De acuerdo con esto la inteligencia de Trostski era puramente intelectual, es decir, muy eficiente y profunda en términos de clasificación  de ideas, tanto expresadas por medio de textos o de discursos orales. Pero caracterizar de esta manera la inteligencia de Trotski puede resultar bastante unilateral, pues su brillantez emocional se manifestó fundamentalmente en la adecuada captación de los sentimientos de las masas.  Esto no es poco, pues en términos de acción política, el calibrar adecuadamente ese sentimiento, es uno de los criterios centrales para esbozar líneas de acción acordes con las oportunidades políticas que ofrece el contexto.  Y en buena parte estas fueron las revoluciones de 1905 y de 1917, donde se produjeron estados de ánimo de las masas, sabiamente aprovechados por Trotski y el Partido Bolchevique para concretar los máximos triunfos revolucionarios de la historia.

Pero volviendo al tema de los sentimientos individuales, no los sociales, al parecer Trotski sufrió de serias limitaciones para desplegarlos, lo que le afectó tanto en sus relaciones familiares principalmente con sus hijos, incluyendo a su entrañable Liova, como en la vida militante, donde el bisturí siempre lo dirigió “eficientemente”, sin detenerse en mayores consideraciones sentimentales. ¡No obstante, qué importantes que son los sentimientos incluso en asuntos de la “alta política y más aún!

Todo este amplio paréntesis para decir que según Padura, Trotski sí tenía sentimientos y estos se expresaron ampliamente hacia los perros. Es Maya, la perra quien lo está acompañando en su primer frío destierro en Alma Atá. Y es Azteca, el perro de “raza indefinida” rescatado en una calle de Coyoacán, quien lo despide tras su asesinato.  Azteca ha sido un regalo de la pareja Trotski para su nieto, Sieva Vólkov de tan solo 11 años, último  y precario sobreviviente de la carnicería estalinista y quien concentraba casi todo el amor del abuelo.

Quizás la derrota y el paso de los años fue suavizando relativamente el duro carácter del revolucionario ruso.

La novela de Padura relata estos tremendos años de derrota y destierro de Trotski. Como se sabe, el otro gran biógrafo de Trotski, Isaac Deutscher, títuló el segundo tomo de su trilogía, El Profeta Desarmado, y el tercer tomo, El Profeta Desterrado En El hombre que amaba los perros, se novelan estos dos tomos, aunque hay que subrayar que la trilogía de Deutscher ya tiene en gran medida la forma de alta literatura.  

El sentimiento individual probablemente casi desaparece al fragor de la lucha social; más bien es el sentimiento social el que se magnifica pues individuo e historia se unifican; máxime cuando se es Trotski, y que es quien lleva las riendas de la historia.  Pero, cuando de derrota profunda se trata, y esta se expresa en exilio que a su vez a menudo significa largos meses de aislamiento, invierno lacerante, peligro de atentados, muertes de sus allegados; el refugio y la consolación individual adquieren gran relieve pues es donde, como dice el saber popular, se conocen los verdaderos amigos; ¿se conocen los perros?  Además, los perros pueden ser transmisores de sentimiento, no solamente porque se humaniza a los perros, como le dijo André Breton, a Trotski en una de sus deliciosas veladas en Coyoacán cuando escribían el segundo manifiesto surrealista, sino, porque a través de los perros nos relacionamos con otras personas de una manera sentimental, ya sea porque alabemos su forma de correr o nos entristezcamos por su salud y tales eventos los compartamos con otras personas que nos comprenden y entienden nuestro sentimiento y a la vez nos retroalimenten con material perruno, que a veces trasciende a la propia marcha de nuestras vidas.

El asesino también amaba a los perros                           
La paradoja del relato, es que el asesino de Trotski, Ramón Mercader, también amaba a los perros.  Pero ese amor no fue libre, siempre fue recortado y mediado.  En el seno de su vida familiar en Barcelona, en razón de la crisis familiar que llevó al divorcio de sus padres, debió separarse sus dos únicos amigos confiables, Santiago y Cuba, dos labradores regalados por el abuelo materno.  Después vino la guerra civil, donde Ramón de la mano de su enferma madre se hizo devoto militante estalinista, quien además, en media guerra civil le mató al Churro de un infame tiro, como manera de irle templando los sentimientos a su hijo y en cierta manera irle preparando para el asesinato.   Este será el contexto donde se le propone entregar su vida a los planes de la GPU de asesinar a Trotski.  Adquiere entonces la personalidad de Jacques Mornard, un supuesto burguesillo belga sin perro.

Luego del asesinato, le tocarán 20 años de vida de perros en las tres cárceles mexicanas donde cumplió con su condena  Después de lo cual viajará viaja a Moscú, donde vivirá semi-escondido entre los agentes en desgracia de la KGB, así como de los exiliados comunistas españoles, quienes lo saben como uno de los suyos, pero no le tienen confianza. Finalmente pasará sus últimos calamitosos días en Cuba, viviendo prácticamente clandestina y bajo otra identidad.  Se pasea como una sombra en una playa solitaria acompañado por dos hermosos borzois.

En Cuba  se podría decir que Mercader recuperó el sentimiento por los perros, pero como sentimiento recortado pues su vida sumergida  no le permite congraciarse libremente con nadie para hablar y soltar toda la mierda que siente que lleva por dentro, la conciencia cada vez más lúcida de que simplemente fue objeto de un frío crimen burocrático, que desembocó en el asesinato de la personificación pura de la utopía, el intachable León Trotski, el verdadero revolucionario.

Pero podredumbre que le carcome, pugna por desbordarse  y de alguna manera empieza a salírsele  a pesar de los riesgos que eso conlleva, pues el clima político-cultural de los años 80 en Cuba también  era estalinista y para peores en decadencia. La mala conciencia que le lacera la mano que empuñó el piolet, el grito profundo y denunciante de Trotski no le dejan en paz. Pero en  fin su confesión se va vertiendo ante un escritor isleño venido a menos por el autoritarismo castro-estalinista   y que también sabe de perros,  debido a su trabajo-castigo en una revista de veterinaria.  En tal sentido el sentimiento comunicativo de que son intermediarios los borzois empieza a descargarse.

Perro es perro podría pensarse pues los perros no se paran a pensar que tan héroe o criminal es su dueño; simplemente se manifiestan fieles.  Lo que no es perro, son los sentimientos de sus dueños, sentimientos de los cuales a veces los inocentes perros no son más que intermediarios que permiten relacionar unas personas con otras.

La grandeza sentimental
 Trotski vivió ciertamente como un perro en desgracia durante sus últimos años.  Claro, esto en relación con  sus gloriosos años de dirigente revolucionario. Pues por más terrible que hubiera sido su vida en el destierro, siempre encontró sus satisfacciones emocionales que le hicieron contrapeso. Pero la historia ha ido encargando de hacer justicia,  pues mientras Trotski todavía es portador de la “utopía”, en cambió Stalin después de su muerte se le empezaron a ajustar sus cuentas; hasta sus monumentos en Rusia fueron demolidos.  Ni siquiera los estalinistas de hoy en día les agrada reconocerse como tales.  Es cierto que perviven muchos estalinistas, pero inconscientes; el estalinismo es la negación del socialismo.

En el caso de Trotski es muy distinto, pues por el mundo hay centenas de grupos seguidores de Trotski, quienes no sólo no esconden al maestro originario sino que se vanaglorian de tenerlo por tal y no descansan en mostrar en sus signos externos su clara adhesión. Hoy en día, por ejemplo, miles de jóvenes revolucionarios en varios países del mundo levantan emocionados la efigie de Trotski durante un desfile de primero de mayo.    

La utopía sigue causando grandes y hermosas emociones, como lo es justamente esta novela de Padura, quien sin ser trotskista, hace justicia a la historia del gran representante de la revolución.

Allen Cordero Ulate.
Reseña del libro de Leonardo Padura, TusQuets Editores.

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