Por: Simón Rodríguez Porras
Partido Socialismo y Libertad
Existen numerosas tradiciones políticas y en el campo filosófico que se reclaman marxistas. Sus posturas en relación con cuestiones como la revolución socialista, la liberación de la mujer, las libertades democráticas, y la independencia política de la clase trabajadora, varían en gran medida. El propósito de este escrito es ubicar claramente algunas de estas diferencias, sin dejar de plantear nuestra propia posición sobre cuáles posturas guardan continuidad con definiciones fundamentales del socialismo científico propugnado por Marx y Engels.
Toda la crítica de Marx al capitalismo es una protesta contra relaciones económicas y sociales que impiden a la persona humana desarrollarse libre y plenamente. En este sentido el marxismo es un pensamiento humanista, que establece en el socialismo no un fin en sí mismo, sino la abolición de la situación de aquellas condiciones de explotación y alienación que en el capitalismo impiden un pleno desarrollo de las potencialidades humanas, degradando a la miseria y el trabajo forzado a millones de personas obligadas a sobrevivir como asalariados.
Por su ubicación en el proceso de producción, Marx atribuye a la clase trabajadora un rol central en la revolución socialista y la emancipación de los sectores oprimidos y explotados. Y plantea una noción que va a ser determinante para diferenciar a las distintas tradiciones que se reclaman marxistas, la de la independencia política de la clase trabajadora. No solamente se refiere a una cuestión organizativa, que los asalariados cuenten con sus propios organismos e instituciones, sino también que las tácticas y estrategias desarrolladas por estas organizaciones obreras respondan a los intereses de su propia clase, que nunca se subordinen o disciplinen a los dueños de medios de producción y beneficiarios de rentas de capital, o a la pequeña burguesía.
En su Circular del Comité Central a la Liga Comunista de 1850, Marx advierte sobre el peligro de que en el marco de la lucha democrática, la clase trabajadora caiga bajo la influencia política de la pequeña burguesía. Aunque es correcta una alianza temporal con los sectores antiabsolutistas, sean burgueses o pequeño burgueses, la independencia política de los trabajadores debe mantenerse en todo momento. “Las peticiones democráticas no pueden satisfacer nunca al partido del proletariado. Mientras la democrática pequeña burguesía desearía que la revolución terminase tan pronto ha visto sus aspiraciones más o menos satisfechas, nuestro interés y nuestro deber es hacer la revolución permanente, mantenerla en marcha hasta que todas las clases poseedoras y dominantes sean desprovistas de su poder, hasta que la maquinaria gubernamental sea ocupada por el proletariado y la organización de la clase trabajadora de todos los países esté tan adelantada que toda rivalidad y competencia entre ella misma haya cesado y hasta que las más importantes fuerzas de producción estén en las manos del proletariado. Para nosotros no es cuestión reformar la propiedad privada, sino abolirla; paliar los antagonismos de clase, sino abolir las clases; mejorar la sociedad existente, sino establecer una nueva”.
Si bien el avance en términos de derechos democráticos plantea la confluencia de intereses de los trabajadores con sectores de otras clases, desde la perspectiva de la liquidación de toda opresión y explotación, la lucha para los trabajadores necesariamente tiene que apuntar a la abolición de las relaciones de explotación basadas en la propiedad privada de los medios de producción. Y en ese propósito revolucionario, no hay intereses comunes entre los trabajadores, la burguesía y gran parte de la pequeña burguesía.
Este criterio, el de la independencia política de la clase trabajadora, ha dividido aguas entre las tradiciones que se reclaman marxistas. La segunda internacional, conocida como la Internacional Socialista, que sobrevive hasta nuestros días y agrupa a partidos socialdemócratas, precisamente entró en su crisis definitiva cuando la mayoría de sus organizaciones y dirigentes secundaron a las burguesías de sus respectivos países en Europa y sus fracciones parlamentarias apoyaron los créditos de guerra para financiar la Primera Guerra Mundial. Un sector minoritario, en el que destacaron revolucionarios como Rosa Luxemburgo, Karl Liebknecht y los bolcheviques rusos, se opusieron al patriotismo burgués e imperialista, y denunciaron el crimen de colocar a trabajadores de distintas nacionalidades como carne de cañón de sus respectivos gobiernos y burguesías.
El sector mayoritario de la socialdemocracia, que continuó agrupado bajo las banderas de la Internacional Socialista, y cuya concepción del avance hacia el socialismo elevaba a estrategia permanente el parlamentarismo, el sindicalismo y el cooperativismo, como mecanismos de cambios graduales y acumulativos dentro del régimen capitalista, pese a su origen obrero, terminaría a la larga renegando de manera definitiva del marxismo. Aunque esas mismas concepciones reformistas siguen siendo expresadas por organizaciones que se reclaman marxistas actualmente.
La primera revolución obrera triunfante en Rusia en 1917, fue la culminación precisamente de un desarrollo político independiente de los trabajadores y sus organizaciones asamblearias. A pesar de los monumentales logros en condiciones extremadamente adversas de la democracia obrera, la no extensión de la revolución a Europa, y especialmente la derrota de los socialistas revolucionarios en Alemania, a manos de los socialdemócratas devenidos en patrioteros, dejó a la joven revolución aislada y en condiciones económicas cada vez más difíciles luego de la guerra civil. Estas condiciones facilitaron una contrarrevolución burocrática encabezada por Stalin, que instituyó un régimen policial que liquidó a casi la totalidad de la dirigencia bolchevique y envió millones de trabajadores a campos de trabajos forzados. La casta burocrática que se hizo con el poder en la Unión Soviética hizo su propia revisión del marxismo para adaptarlo a sus propósitos ideológicos de encubrir y justificar el nuevo statu quo. El Internacionalismo, la noción de que el socialismo solo puede realizarse a nivel mundial y que la lucha por la revolución hermana a los trabajadores de todos los países por encima de sus diferencias nacionales y culturales, fue sustituido por la doctrina del Socialismo en un solo país. Todas las organizaciones de la III Internacional, la Internacional Comunista, terminaron disciplinándose a las políticas de autoconservación de la burocracia estalinista, incluso cuando ellas implicaban abortar revoluciones o pactar con gobiernos capitalistas. La expresión más acabada de esta orientación de conciliación de clases funcional a la burocracia estalinista fue la formulación de la estrategia de los frentes populares, o alianzas entre organizaciones obreras y burguesas para ejercer el gobierno en países capitalistas, y la concepción de la revolución por etapas, que planteaba que estas alianzas policlasistas podían desarrollarse de manera permanente durante períodos de muchos años, incluso décadas, mientras se preparaban las condiciones para luchar por el socialismo.
De tal forma que la política promovida por la burocracia gobernante rusa, se convirtió en una nueva variante de reformismo cuyas concepciones dominaron a la mayor parte de la izquierda hasta la caída del Muro de Berlín, y que siguen teniendo mucho peso hasta nuestros días en Latinoamérica y otras partes del mundo. Se trata de una revisión del marxismo que abandona la cuestión crucial de la independencia política de la clase trabajadora, al subordinarla a alianzas permanentes con sectores burgueses.
Pero así como la II Internacional se dividió y surgió un ala que se reclamó comunista, que defendió la tradición del socialismo científico, también al estalinismo se enfrentó en la segunda mitad de la década de 1920 la oposición de izquierda, encabezada por el revolucionario León Trotsky, quien posteriormente fundaría la IV Internacional, en 1938. Sus diferencias decisivas con el estalinismo estriban en su defensa del internacionalismo y de la independencia de clase, manteniendo continuidad con los planteamientos de Marx y Engels.
Marxismo y feminismo
Tanto el feminismo como el socialismo tienen sus primeros desarrollos en el marco de las terribles transformaciones sociales, económicas y políticas que fueron motorizadas por la Revolución Industrial. Los socialistas se preocuparon por estudiar y contestar las condiciones de explotación y opresión de la mujer trabajadora. En La Ideología Alemana, Marx observa que “La esclavitud, todavía muy rudimentaria, latente en la familia, es la primera forma de propiedad, que se corresponde perfectamente con la definición de los modernos economistas”.
La I Internacional, la Asociación Internacional de los Trabajadores (AIT), fundada en 1864 y dirigida por Marx y Engels, impulsó las reivindicaciones de las mujeres, y contó con la afiliación de varias organizaciones de mujeres obreras. La opresión de la mujer, entendida como un problema no solo de las mujeres sino de la humanidad en su conjunto, es denunciada en la propaganda socialista, y la igualdad de las mujeres es planteada como un objetivo de la revolución socialista en el Manifiesto Comunista y otros textos. Al igual que Fourier y otros socialistas, Marx consideraba que el grado de desarrollo de una sociedad se podía medir por el grado de libertad y de disfrute de derechos por parte de la mujer. Así lo plantea tanto en los Manuscritos Económico-Filosóficos como en La Sagrada Familia. En su correspondencia con Kugelmann, Marx también plantea que “son imposibles las transformaciones sociales importantes sin la agitación entre las mujeres”. Consecuentemente, la AIT rechazó los planteamientos de algunos anarquistas de abolir el trabajo femenino en las fábricas, y en cambio repudió las condiciones brutales de trabajo femenino e infantil.
En su escrito de 1845, La situación de la clase obrera en Inglaterra, Engels denuncia las condiciones de explotación de las mujeres trabajadoras y el acoso sexual al que son sometidas. El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, de Engels, y La mujer y el socialismo de Bebel, son otros trabajos que indagan sobre el origen de la dominación patriarcal y la cuestionan.
Es indudable que las diferencias profundas entre las corrientes que se reclaman marxistas que hemos señalado anteriormente, entre reformistas y revolucionarias, tienen su expresión también en el terreno de las luchas contra la opresión de la mujer.
Quizás el ejemplo histórico más notorio y contrastante es el que se puede establecer al comparar las conquistas obtenidas por las mujeres en los primeros años de la revolución rusa, y el retroceso fraguado en ese mismo terreno por la contrarrevolución estalinista.
En virtud de las conquistas alcanzadas por las mujeres con la Revolución de Octubre, las mujeres no tenían la obligación de vivir con sus maridos si cambiaban de trabajo, tenían el mismo de derecho a ser cabeza de familia, y gozaban de igual salario por igual trabajo; se establecieron permisos pagados por embarazo y post natales, se promovió la constitución de guarderías para el cuidado de los niños, se legalizó el aborto, se eliminó el concepto de hijo ilegítimo y se simplificaron enormemente los trámites de matrimonio y divorcio.
La reacción burocrática pulverizó estas incipientes pero significativas conquistas, ilegalizando el aborto, incrementando los costos y los trámites de divorcio, reduciendo los horarios de las guarderías. El Estado emprendió campañas de promoción de la familia, e incluso brindando educación diferenciada a las niñas para prepararlas para sus roles familiares tradicionales. “En completa contradicción con el abecé del comunismo, la casta gobernante ha restaurado así el núcleo más reaccionario e ignorante del régimen de clase, es decir, la familia pequeñoburguesa”, denunciaba Trotsky en La Revolución Traicionada.
Si el conservadurismo reaccionario del estalinismo destruyó muchas de las conquistas sociales y democráticas de los trabajadores y las mujeres, fue porque erigió la dominación política de la casta gobernante sobre la mayoría, y al propósito de la destrucción de la democracia obrera le resultaba funcional restablecer o consolidar tradiciones de la época anterior a la revolución. Trágicamente, para muchos aún hoy la experiencia del estalinismo es considerada como el fracaso del socialismo, o como una prueba de un abismo entre la causa de la mujer y el socialismo.
Ahora bien, en el campo del reformismo no solo ubicamos al estalinismo y sus ataques contra los derechos de la mujer. También a aquellas corrientes que renegando del principio de la independencia política de la clase trabajadora, participan del movimiento feminista. Que pese a reclamarse marxistas plantean la unidad a largo plazo, orgánica, de las mujeres capitalistas y las trabajadoras en un movimiento unitario.
Siendo un género oprimido, las mujeres de todas las clases sociales sufren discriminación y opresión, aunque ello se exprese de manera distinta en cada clase y sector. De tal manera que pueden desarrollar luchas conjuntas, más allá de las diferencias de clase, pero esas diferencias nunca dejan de existir o de expresarse en el transcurso de esas mismas luchas.
En El voto femenino y la lucha de clases, Rosa Luxemburgo advertía que más allá de las confluencias coyunturales de mujeres de distintas clases en pos de objetivos como el derecho al sufragio, “Las mujeres de las clases propietarias defenderán siempre fanáticamente la explotación y la esclavitud del pueblo trabajador”. Lo que en este sentido planteaba la III Internacional de Lenin y Trotsky, era la necesidad del movimiento comunista de disputar políticamente la influencia sobre la mujer trabajadora al feminismo burgués, de no fundirse con él.
Como explican Carmen Carrasco y Mercedes Petit en Mujeres trabajadoras y marxismo: “El único punto de unidad que tiene una mujer burguesa con una obrera, una reaccionaria o reformista con una revolucionaria, es su opresión como mujer. De ahí que exista la posibilidad de alguna lucha común entre todas, por alguna de esas demandas democráticas comunes, por su igualdad y sus derechos. Pero su unidad como mujeres nacerá con esa actividad y morirá con ella… La movilización unificada de las mujeres sólo puede darse en coyunturas específicas y de manera episódica, como unidad de acción alrededor de algunas demandas particulares. La lucha se organizará alrededor de una o dos consignas y culminará cuando se gane o se pierda esta lucha. El carácter policlasista y democrático de las luchas femeninas les asigna su destino coyuntural, fugaz”.
Desde la perspectiva del socialismo científico, que es el de la emancipación humana, incluso un avance en términos de la igualdad entre el hombre y la mujer, en un contexto de explotación y miseria para millones de hombres y mujeres, sería insuficiente si no se avanza contra toda explotación y toda opresión. Pues para la mayoría de mujeres trabajadoras y de los sectores empobrecidos, la satisfacción de sus necesidades más urgentes requiere cambios estructurales en todo el régimen económico y social, la abolición de las relaciones de producción capitalistas que las condenan a la pobreza.
La corta duración de las luchas unitarias e independientes de mujeres es constatable históricamente. Cada vez más mujeres ejercen altos cargos en las empresas o en los gobiernos, ejerciendo incluso las jefaturas de Estado. Si bien esto refleja un avance en términos de la participación política de la mujer y el reconocimiento social de su capacidad para ejercer un rol dirigente, queda preguntarse si ello se traduce en una mejoría de las condiciones de vida de la mayoría de las mujeres de los sectores populares. La respuesta lamentablemente es que no.
Si en el extremo oportunista del espectro de la izquierda ubicamos a quienes adaptan las luchas en pos de derechos democráticos de las mujeres completamente al régimen burgués, propugnando un frente policlasista permanente y posponiendo indefinidamente la lucha anticapitalista, en el extremo sectario podemos ubicar a quienes alegando fines estratégicos superiores no valoran ni promueven los reclamos democráticos de las mujeres y demás sectores oprimidos. Ambas desviaciones obstaculizan el avance de la causa del socialismo.
Una política consecuentemente marxista, combina la promoción de las luchas en pos de derechos democráticos y el combate contra toda opresión de género, racista, colonial, y de cualquier otra índole, con la irrenunciable independencia de la clase trabajadora, y el fortalecimiento de sus propios partidos, corrientes sindicales, estudiantiles, feministas, y organizaciones en los demás sectores, en la perspectiva de la abolición de las relaciones de explotación capitalistas y la emancipación de todas las personas explotadas y oprimidas.
Existen numerosas tradiciones políticas y en el campo filosófico que se reclaman marxistas. Sus posturas en relación con cuestiones como la revolución socialista, la liberación de la mujer, las libertades democráticas, y la independencia política de la clase trabajadora, varían en gran medida. El propósito de este escrito es ubicar claramente algunas de estas diferencias, sin dejar de plantear nuestra propia posición sobre cuáles posturas guardan continuidad con definiciones fundamentales del socialismo científico propugnado por Marx y Engels.
Toda la crítica de Marx al capitalismo es una protesta contra relaciones económicas y sociales que impiden a la persona humana desarrollarse libre y plenamente. En este sentido el marxismo es un pensamiento humanista, que establece en el socialismo no un fin en sí mismo, sino la abolición de la situación de aquellas condiciones de explotación y alienación que en el capitalismo impiden un pleno desarrollo de las potencialidades humanas, degradando a la miseria y el trabajo forzado a millones de personas obligadas a sobrevivir como asalariados.
Por su ubicación en el proceso de producción, Marx atribuye a la clase trabajadora un rol central en la revolución socialista y la emancipación de los sectores oprimidos y explotados. Y plantea una noción que va a ser determinante para diferenciar a las distintas tradiciones que se reclaman marxistas, la de la independencia política de la clase trabajadora. No solamente se refiere a una cuestión organizativa, que los asalariados cuenten con sus propios organismos e instituciones, sino también que las tácticas y estrategias desarrolladas por estas organizaciones obreras respondan a los intereses de su propia clase, que nunca se subordinen o disciplinen a los dueños de medios de producción y beneficiarios de rentas de capital, o a la pequeña burguesía.
En su Circular del Comité Central a la Liga Comunista de 1850, Marx advierte sobre el peligro de que en el marco de la lucha democrática, la clase trabajadora caiga bajo la influencia política de la pequeña burguesía. Aunque es correcta una alianza temporal con los sectores antiabsolutistas, sean burgueses o pequeño burgueses, la independencia política de los trabajadores debe mantenerse en todo momento. “Las peticiones democráticas no pueden satisfacer nunca al partido del proletariado. Mientras la democrática pequeña burguesía desearía que la revolución terminase tan pronto ha visto sus aspiraciones más o menos satisfechas, nuestro interés y nuestro deber es hacer la revolución permanente, mantenerla en marcha hasta que todas las clases poseedoras y dominantes sean desprovistas de su poder, hasta que la maquinaria gubernamental sea ocupada por el proletariado y la organización de la clase trabajadora de todos los países esté tan adelantada que toda rivalidad y competencia entre ella misma haya cesado y hasta que las más importantes fuerzas de producción estén en las manos del proletariado. Para nosotros no es cuestión reformar la propiedad privada, sino abolirla; paliar los antagonismos de clase, sino abolir las clases; mejorar la sociedad existente, sino establecer una nueva”.
Si bien el avance en términos de derechos democráticos plantea la confluencia de intereses de los trabajadores con sectores de otras clases, desde la perspectiva de la liquidación de toda opresión y explotación, la lucha para los trabajadores necesariamente tiene que apuntar a la abolición de las relaciones de explotación basadas en la propiedad privada de los medios de producción. Y en ese propósito revolucionario, no hay intereses comunes entre los trabajadores, la burguesía y gran parte de la pequeña burguesía.
Este criterio, el de la independencia política de la clase trabajadora, ha dividido aguas entre las tradiciones que se reclaman marxistas. La segunda internacional, conocida como la Internacional Socialista, que sobrevive hasta nuestros días y agrupa a partidos socialdemócratas, precisamente entró en su crisis definitiva cuando la mayoría de sus organizaciones y dirigentes secundaron a las burguesías de sus respectivos países en Europa y sus fracciones parlamentarias apoyaron los créditos de guerra para financiar la Primera Guerra Mundial. Un sector minoritario, en el que destacaron revolucionarios como Rosa Luxemburgo, Karl Liebknecht y los bolcheviques rusos, se opusieron al patriotismo burgués e imperialista, y denunciaron el crimen de colocar a trabajadores de distintas nacionalidades como carne de cañón de sus respectivos gobiernos y burguesías.
El sector mayoritario de la socialdemocracia, que continuó agrupado bajo las banderas de la Internacional Socialista, y cuya concepción del avance hacia el socialismo elevaba a estrategia permanente el parlamentarismo, el sindicalismo y el cooperativismo, como mecanismos de cambios graduales y acumulativos dentro del régimen capitalista, pese a su origen obrero, terminaría a la larga renegando de manera definitiva del marxismo. Aunque esas mismas concepciones reformistas siguen siendo expresadas por organizaciones que se reclaman marxistas actualmente.
La primera revolución obrera triunfante en Rusia en 1917, fue la culminación precisamente de un desarrollo político independiente de los trabajadores y sus organizaciones asamblearias. A pesar de los monumentales logros en condiciones extremadamente adversas de la democracia obrera, la no extensión de la revolución a Europa, y especialmente la derrota de los socialistas revolucionarios en Alemania, a manos de los socialdemócratas devenidos en patrioteros, dejó a la joven revolución aislada y en condiciones económicas cada vez más difíciles luego de la guerra civil. Estas condiciones facilitaron una contrarrevolución burocrática encabezada por Stalin, que instituyó un régimen policial que liquidó a casi la totalidad de la dirigencia bolchevique y envió millones de trabajadores a campos de trabajos forzados. La casta burocrática que se hizo con el poder en la Unión Soviética hizo su propia revisión del marxismo para adaptarlo a sus propósitos ideológicos de encubrir y justificar el nuevo statu quo. El Internacionalismo, la noción de que el socialismo solo puede realizarse a nivel mundial y que la lucha por la revolución hermana a los trabajadores de todos los países por encima de sus diferencias nacionales y culturales, fue sustituido por la doctrina del Socialismo en un solo país. Todas las organizaciones de la III Internacional, la Internacional Comunista, terminaron disciplinándose a las políticas de autoconservación de la burocracia estalinista, incluso cuando ellas implicaban abortar revoluciones o pactar con gobiernos capitalistas. La expresión más acabada de esta orientación de conciliación de clases funcional a la burocracia estalinista fue la formulación de la estrategia de los frentes populares, o alianzas entre organizaciones obreras y burguesas para ejercer el gobierno en países capitalistas, y la concepción de la revolución por etapas, que planteaba que estas alianzas policlasistas podían desarrollarse de manera permanente durante períodos de muchos años, incluso décadas, mientras se preparaban las condiciones para luchar por el socialismo.
De tal forma que la política promovida por la burocracia gobernante rusa, se convirtió en una nueva variante de reformismo cuyas concepciones dominaron a la mayor parte de la izquierda hasta la caída del Muro de Berlín, y que siguen teniendo mucho peso hasta nuestros días en Latinoamérica y otras partes del mundo. Se trata de una revisión del marxismo que abandona la cuestión crucial de la independencia política de la clase trabajadora, al subordinarla a alianzas permanentes con sectores burgueses.
Pero así como la II Internacional se dividió y surgió un ala que se reclamó comunista, que defendió la tradición del socialismo científico, también al estalinismo se enfrentó en la segunda mitad de la década de 1920 la oposición de izquierda, encabezada por el revolucionario León Trotsky, quien posteriormente fundaría la IV Internacional, en 1938. Sus diferencias decisivas con el estalinismo estriban en su defensa del internacionalismo y de la independencia de clase, manteniendo continuidad con los planteamientos de Marx y Engels.
Marxismo y feminismo
Tanto el feminismo como el socialismo tienen sus primeros desarrollos en el marco de las terribles transformaciones sociales, económicas y políticas que fueron motorizadas por la Revolución Industrial. Los socialistas se preocuparon por estudiar y contestar las condiciones de explotación y opresión de la mujer trabajadora. En La Ideología Alemana, Marx observa que “La esclavitud, todavía muy rudimentaria, latente en la familia, es la primera forma de propiedad, que se corresponde perfectamente con la definición de los modernos economistas”.
La I Internacional, la Asociación Internacional de los Trabajadores (AIT), fundada en 1864 y dirigida por Marx y Engels, impulsó las reivindicaciones de las mujeres, y contó con la afiliación de varias organizaciones de mujeres obreras. La opresión de la mujer, entendida como un problema no solo de las mujeres sino de la humanidad en su conjunto, es denunciada en la propaganda socialista, y la igualdad de las mujeres es planteada como un objetivo de la revolución socialista en el Manifiesto Comunista y otros textos. Al igual que Fourier y otros socialistas, Marx consideraba que el grado de desarrollo de una sociedad se podía medir por el grado de libertad y de disfrute de derechos por parte de la mujer. Así lo plantea tanto en los Manuscritos Económico-Filosóficos como en La Sagrada Familia. En su correspondencia con Kugelmann, Marx también plantea que “son imposibles las transformaciones sociales importantes sin la agitación entre las mujeres”. Consecuentemente, la AIT rechazó los planteamientos de algunos anarquistas de abolir el trabajo femenino en las fábricas, y en cambio repudió las condiciones brutales de trabajo femenino e infantil.
En su escrito de 1845, La situación de la clase obrera en Inglaterra, Engels denuncia las condiciones de explotación de las mujeres trabajadoras y el acoso sexual al que son sometidas. El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, de Engels, y La mujer y el socialismo de Bebel, son otros trabajos que indagan sobre el origen de la dominación patriarcal y la cuestionan.
Es indudable que las diferencias profundas entre las corrientes que se reclaman marxistas que hemos señalado anteriormente, entre reformistas y revolucionarias, tienen su expresión también en el terreno de las luchas contra la opresión de la mujer.
Quizás el ejemplo histórico más notorio y contrastante es el que se puede establecer al comparar las conquistas obtenidas por las mujeres en los primeros años de la revolución rusa, y el retroceso fraguado en ese mismo terreno por la contrarrevolución estalinista.
En virtud de las conquistas alcanzadas por las mujeres con la Revolución de Octubre, las mujeres no tenían la obligación de vivir con sus maridos si cambiaban de trabajo, tenían el mismo de derecho a ser cabeza de familia, y gozaban de igual salario por igual trabajo; se establecieron permisos pagados por embarazo y post natales, se promovió la constitución de guarderías para el cuidado de los niños, se legalizó el aborto, se eliminó el concepto de hijo ilegítimo y se simplificaron enormemente los trámites de matrimonio y divorcio.
La reacción burocrática pulverizó estas incipientes pero significativas conquistas, ilegalizando el aborto, incrementando los costos y los trámites de divorcio, reduciendo los horarios de las guarderías. El Estado emprendió campañas de promoción de la familia, e incluso brindando educación diferenciada a las niñas para prepararlas para sus roles familiares tradicionales. “En completa contradicción con el abecé del comunismo, la casta gobernante ha restaurado así el núcleo más reaccionario e ignorante del régimen de clase, es decir, la familia pequeñoburguesa”, denunciaba Trotsky en La Revolución Traicionada.
Si el conservadurismo reaccionario del estalinismo destruyó muchas de las conquistas sociales y democráticas de los trabajadores y las mujeres, fue porque erigió la dominación política de la casta gobernante sobre la mayoría, y al propósito de la destrucción de la democracia obrera le resultaba funcional restablecer o consolidar tradiciones de la época anterior a la revolución. Trágicamente, para muchos aún hoy la experiencia del estalinismo es considerada como el fracaso del socialismo, o como una prueba de un abismo entre la causa de la mujer y el socialismo.
Ahora bien, en el campo del reformismo no solo ubicamos al estalinismo y sus ataques contra los derechos de la mujer. También a aquellas corrientes que renegando del principio de la independencia política de la clase trabajadora, participan del movimiento feminista. Que pese a reclamarse marxistas plantean la unidad a largo plazo, orgánica, de las mujeres capitalistas y las trabajadoras en un movimiento unitario.
Siendo un género oprimido, las mujeres de todas las clases sociales sufren discriminación y opresión, aunque ello se exprese de manera distinta en cada clase y sector. De tal manera que pueden desarrollar luchas conjuntas, más allá de las diferencias de clase, pero esas diferencias nunca dejan de existir o de expresarse en el transcurso de esas mismas luchas.
En El voto femenino y la lucha de clases, Rosa Luxemburgo advertía que más allá de las confluencias coyunturales de mujeres de distintas clases en pos de objetivos como el derecho al sufragio, “Las mujeres de las clases propietarias defenderán siempre fanáticamente la explotación y la esclavitud del pueblo trabajador”. Lo que en este sentido planteaba la III Internacional de Lenin y Trotsky, era la necesidad del movimiento comunista de disputar políticamente la influencia sobre la mujer trabajadora al feminismo burgués, de no fundirse con él.
Como explican Carmen Carrasco y Mercedes Petit en Mujeres trabajadoras y marxismo: “El único punto de unidad que tiene una mujer burguesa con una obrera, una reaccionaria o reformista con una revolucionaria, es su opresión como mujer. De ahí que exista la posibilidad de alguna lucha común entre todas, por alguna de esas demandas democráticas comunes, por su igualdad y sus derechos. Pero su unidad como mujeres nacerá con esa actividad y morirá con ella… La movilización unificada de las mujeres sólo puede darse en coyunturas específicas y de manera episódica, como unidad de acción alrededor de algunas demandas particulares. La lucha se organizará alrededor de una o dos consignas y culminará cuando se gane o se pierda esta lucha. El carácter policlasista y democrático de las luchas femeninas les asigna su destino coyuntural, fugaz”.
Desde la perspectiva del socialismo científico, que es el de la emancipación humana, incluso un avance en términos de la igualdad entre el hombre y la mujer, en un contexto de explotación y miseria para millones de hombres y mujeres, sería insuficiente si no se avanza contra toda explotación y toda opresión. Pues para la mayoría de mujeres trabajadoras y de los sectores empobrecidos, la satisfacción de sus necesidades más urgentes requiere cambios estructurales en todo el régimen económico y social, la abolición de las relaciones de producción capitalistas que las condenan a la pobreza.
La corta duración de las luchas unitarias e independientes de mujeres es constatable históricamente. Cada vez más mujeres ejercen altos cargos en las empresas o en los gobiernos, ejerciendo incluso las jefaturas de Estado. Si bien esto refleja un avance en términos de la participación política de la mujer y el reconocimiento social de su capacidad para ejercer un rol dirigente, queda preguntarse si ello se traduce en una mejoría de las condiciones de vida de la mayoría de las mujeres de los sectores populares. La respuesta lamentablemente es que no.
Si en el extremo oportunista del espectro de la izquierda ubicamos a quienes adaptan las luchas en pos de derechos democráticos de las mujeres completamente al régimen burgués, propugnando un frente policlasista permanente y posponiendo indefinidamente la lucha anticapitalista, en el extremo sectario podemos ubicar a quienes alegando fines estratégicos superiores no valoran ni promueven los reclamos democráticos de las mujeres y demás sectores oprimidos. Ambas desviaciones obstaculizan el avance de la causa del socialismo.
Una política consecuentemente marxista, combina la promoción de las luchas en pos de derechos democráticos y el combate contra toda opresión de género, racista, colonial, y de cualquier otra índole, con la irrenunciable independencia de la clase trabajadora, y el fortalecimiento de sus propios partidos, corrientes sindicales, estudiantiles, feministas, y organizaciones en los demás sectores, en la perspectiva de la abolición de las relaciones de explotación capitalistas y la emancipación de todas las personas explotadas y oprimidas.
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