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martes, 14 de junio de 2016

Migración a las minas de Bolívar: el otro éxodo en medio de la crisis


Clavel A. Rangel 
Jiménez
Correo del Caroní

  • Guzmán destacó que la naturaleza de la actividad minera impide que conceptualmente pueda llamarse sustentable, “lo que se puede en este caso es mitigar los impactos socioambientales” Foto William Urdaneta
  • Yesica Fernández y Betty Cardozo vinieron desde Ciudad Bolívar. “Allá no se consigo lo principal: la comida. Lo poquito que podemos pagar tampoco se consigue”. Por eso venden mangos
  • Vicente Medina. Dejó el campo en Barinas para dedicarse a la actividad minera. “Nosotros estamos aquí viviendo la gloria comparado con otras zonas”, comentan
  • Reinaldo Díaz, es técnico en computación. Dejó Valencia y se convirtió en “palero” en las minas para ahorrar y lograr emigrar. 

La pala es más pesada en esta tierra arcillosa. Es una conclusión a la que llega Ángel Valera después de una semana removiendo el acumulado de tierra y agua que cae de una cascada de potencial material aurífero.

Se hunde en una especie de piscina de barro que lo obliga a emplear el doble de la fuerza que apenas hace una semana ejercía en una construcción, a kilómetros de allí, a 34 horas de Las Claritas, municipio Sifontes.

Es su séptimo día de trabajo, sin su familia, en busca de dinero para subsistir. Tiene 21 años y en Barinas ha dejado a su hijo de un año y su esposa.


Es la razón por la cual más de 400 personas, en su mayoría entre 18 y 35 años que según el consejo comunal de San Isidro, llegan a diario a este poblado minero al sur del estado Bolívar en el kilómetro 88, apenas a 40 kilómetros de la línea fronteriza con la Guyana Esequiba.

Mientras acumula montañas de esa tierra arcillosa gris, otro joven transporta el material hasta un molino artesanal armado con un motor de carro, y repuestos de amortiguación que hacen las veces de triturador.

Son las 11:00 de la mañana y huele a guiso y a plátano frito, un aroma que en otras partes de Venezuela ya no es tan frecuente en horas de almuerzo. Porque en Las Claritas, a diferencia de otras zonas del país donde no se consigue comida, desayunar, almorzar y cenar no es un privilegio.

Otros atractivos 

Es parte de las ventajas comparativas que han hecho de este poblado el principal atractivo para muchos venezolanos. La crisis económica que aumenta los precios a diario, con una inflación de más de 300 por ciento proyectada para este año y sin comida en los supermercados, la sobre vivencia que garantiza Las Claritas hace que para muchos valga la pena el esfuerzo.

Las calles son de tierra. No hay escasez de efectivo ni gobierno que moleste. “Un paraíso”, dice Juan Crespo, un transportista que moviliza a los mineros hasta los campamentos.

El paraíso, sin embargo, es un tabú. Quienes acuden a la parroquia San Isidro saben que deben acoplarse a unas normas tácitas, como cancelar un porcentaje de la ganancia a un paraestado que se encarga de “ajustar a quien se desvíe del camino”.

Es lo que la gente llama El sindicato: en su mayoría, viejos pobladores del lugar que con el uso de la fuerza mantienen el orden. “Nosotros nos dicen sindicato pero no somos sindicato”, aclara uno de sus miembros que llegó a la zona en la década de los años 90 y que hoy día dice que se encarga de cuidar el terreno.

Quienes llegan al pueblo atraviesan al menos unas seis alcabalas. Los terminales de Tumeremo y Las Claritas son los puertos de desembarco de personas de todas partes del país: Barinas, Valencia, Táchira, Monagas y extranjeros. Todos en busca de emplear cualquier oficio que sirva en las minas: cocineras, prostitución, mecánicos, mototaxi y venta de cualquier tipo de comida que ya no se vea en las minas.

Migraciones

Como Reinaldo, un muchacho técnico en computación que dejó los centros comerciales de Valencia, en el centro occidente del país, para dedicarse a la minería. Un fenómeno que la profesora Florencia Cordero, geógrafa y coordinadora de sustentabilidad ambiental de la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB), nota como propio de la crisis económica.

Aunque Las Claritas siempre ha sido un enclave al sur, más aún desde que el Gobierno decretó zonas de excepción en la Sierra Imataca, el aumento de la migración al sur ha aumentado producto del desabastecimiento y la hiperinflación.

“Unos dicen que es una bendición y otros que es una maldición a la vez, porque justamente en Imataca está el cinturón de rocas verdes, una condición geológica en donde hay con seguridad oro”, comenta.

Lo contradictorio, asiente, es que encima de ese cinturón de rocas hay una gran biodiversidad, “entonces, ¿cómo es que dentro de una reserva forestal puede haber minería?”.

Los privilegios

A diferencia de mediados del siglo XX, cuando la migración del campo a la ciudad explicaba la distribución desigual de la población, la campante crisis económica ha generado una regresión entre el trabajo formal y el informal en el que Venezuela había avanzado.

El boletín del Instituto Nacional de Estadística (INE) sobre migración interna en Venezuela en 2011, indica que 76,2% de la población nacida en el país, residía en el mismo lugar de nacimiento “lo que permitió observar una disminución de las magnitudes de movimientos migratorios dentro del país”.

La migración, aunque fluctuante, no ha sido fácil sobre todo para las mujeres. Yesica Fernández y Betty Cardozo dejaron a sus hijos en Ciudad Bolívar para conseguir dinero y comprar comida en Las Claritas. Ahora venden mangos, otras veces torta y otra, helados, que le permiten obtener, al término de una buena semana, 60 mil bolívares. “Aquí se vende lo que usted haga”, comenta.

Cordero asume esta condición como parte de las condiciones que deben afrontar los migrantes. “La gente no tiene dónde llegar. La gente pone cuatro palos y un techo plástico. O hay unas casas donde viven tres o cuatro personas. Las condiciones sanitarias son terribles, sin contar el paludismo”.

Se refiere con un punto y aparte al paludismo porque en esa zona la salud es un privilegio que no gozan todos. San Isidro es la parroquia que acumula más del 80 por ciento de los casos de malaria en todo el país, lo que hace que prácticamente todo el mundo haya tenido paludismo no menos de dos veces. “Uno aprende a vivir con la enfermedad”, comenta Pedro, mientras golpea unas piedras que luego pasarán por los molinos para la extracción del oro.

Preocupa a la academia y a ambientalistas que el reciente decreto del Arco Minero, que implica el 12 por ciento del territorio para actividades extractivas, incentive el descontrol de la actividad.

Aunque en el sur pocos saben de los alcances de los acuerdos del Gobierno con la transnacional Gold Reserve, o con compañías Chinas, para la geógrafa de la UCAB y ex coordinadora del Ministerio del Ambiente, “la apertura de estas políticas crea muchas expectativas en la población, sobre todo en esta crisis, piensan que mejor estar allí para cuando se consoliden esos proyectos mineros”.

Vicente Elías, sin embargo, un campesino de 51 años que llegó desde Barinas no cree que el Gobierno traiga a transnacionales. “Creen que es poquita la gente que está aquí”. Tampoco Reinaldo pero, de ser así, es parte de su máxima: “En la mina la felicidad es momentánea, es mientras haya”.


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