Días atrás recibimos la infausta noticia de la detención de una persona que pudo ser un honrado trabajador. Su delito, si es que cabe el término, fue robar varias auyamas. Esta semana nos hiela el alma la muerte en masa de seres humanos en Barlovento, producto de una OLP. Entonces ¿vivimos en un lugar donde la corrupción gubernamental queda impune, la supuesta justicia se mofa del hambre pretendiendo encarcelarla y la vida humana es cercenada por los cuerpos de seguridad, sin ningún rubor institucional? Pues parece que sí.
Veamos qué arroja en este sentido el Índice de Estado de Derecho (World Justice Project, por su nombre en inglés), para el año 2016. Este índice es un estudio que calcula la relación entre el concepto de justicia con su aplicación real y práctica, en situaciones cotidianas. Además, mide la confianza que merece la institución llamada a garantizar la justicia en diferentes países. Ese desempeño se establece con base a 44 indicadores, relativos a 8 ejes, entre los que se encuentran las limitaciones de los poderes gubernamentales; la ausencia de corrupción; el cumplimiento de los derechos fundamentales; y el respeto a los estándares sobre orden y seguridad. El método para establecer el índice involucra un estudio con base a encuestas realizadas a más de 100 mil hogares y expertos en 113 países y al resultado de las encuestas a cada país, se le asigna un valor entre el 0 y el 1.
Ahora bien, el país mejor calificado es Dinamarca con 0.89 y el peor es Venezuela, en la posición 113 con 0.28, antecedido por Camboya, que ocupa el penúltimo lugar con 0.33. De Latinoamérica, el país mejor posicionado es Uruguay, mientras Venezuela es el país peor ubicado, con las siguientes cifras: orden y seguridad 0.48; ausencia de corrupción 0.25; derechos fundamentales 0.33; justicia civil 0.29; gobierno abierto 0.32; cumplimiento de las regulaciones gubernamentales 0.21; limitaciones de los poderes 0.18; y justicia criminal 0.13. Respecto al top 10 de confianza en la justicia latinoamericana, el orden es como sigue: Uruguay, Costa Rica, Chile, Argentina, Brasil, Perú, Colombia, El Salvador, México y Ecuador. Es decir, Venezuela ni aparece. Y los peores calificados en el mundo son: Bolivia, Uganda, Pakistán, Etiopía, Zimbabwe, Camerún, Egipto, Afganistán, Camboya y Venezuela.
En nuestro caso, la causa de esta situación es la crisis económica y social, que produce una anomia extendida e indetenible y cuyas principales víctimas son los trabajadores y sus familias. En los barrios de nuestras ciudades y en los pueblos más recónditos, habita la clase trabajadora que no tiene acceso a privilegios de ningún tipo y que además es victimizada doblemente, pues además de la exclusión, fue convertida en el epicentro de actuación de las OLP. La criminalización de la pobreza es la verdadera consigna del gobierno, enmascarada bajo el manto falso de la lucha contra el hampa que, según los ejecutores de las OLP sólo está en los barrios y sectores humildes.
Invocando como justificación para realizar las OLP, el gobierno argumenta el resguardo de la seguridad nacional y ciudadana, cuando la verdad es que se trata de una violación masiva de los derechos humanos. En este aspecto, el gobierno de Maduro actúa hoy como el reaccionario fujimorismo en la masacre de Barrios Altos y La Cantuta en Perú. Recordamos que fueron precisamente casos como éstos los que permitieron el enjuiciamiento de Fujimori, lo que pudiera significar que también el Presidente de la República en Venezuela, un día, podría ver comprometida su responsabilidad al respaldar las OLP, más allá de quienes realizaron materialmente las actuaciones criminales en Barlovento. Para llegar al Presidente, habría que pasar por varios altos jerarcas que organizan estos asaltos a barrios pobres, a casas de la gente pobre y que asesinan a los hijos de la clase trabajadora.
En esa cadena está la administración de justicia, especialmente la que se imparte desde la jurisdicción penal. Volviendo a los resultados del Índice de Estado de Derecho, es público y notorio que en nuestro país, las decisiones de la justicia penal encarcelan a quien se roba una serie de auyamas, mientras dejan de lado la sanción que merece el ladrón de cuello de blanco.
Todo ello nos recuerda de manera ineludible uno de los símiles con que se caracteriza a la justicia. No se trata de la figura simbólica de la dama ciega, que hace caer el peso de la ley sobre el culpable, sin distingo alguno, sino que más bien rememoramos la tela de la araña: que atrapa al débil y deja escapar el fuerte. Así, cual tela de araña, es la justicia venezolana. Una institución que disfruta de los peores récords y de la mayor desconfianza, mientras se le acusa de ser apéndice de un gobierno liderado por una persona quien dice representar a los trabajadores, pero que en realidad desarrolla una de las más hambreadoras y nefastas políticas económicas.
En nuestro caso, la causa de esta situación es la crisis económica y social, que produce una anomia extendida e indetenible y cuyas principales víctimas son los trabajadores y sus familias. En los barrios de nuestras ciudades y en los pueblos más recónditos, habita la clase trabajadora que no tiene acceso a privilegios de ningún tipo y que además es victimizada doblemente, pues además de la exclusión, fue convertida en el epicentro de actuación de las OLP. La criminalización de la pobreza es la verdadera consigna del gobierno, enmascarada bajo el manto falso de la lucha contra el hampa que, según los ejecutores de las OLP sólo está en los barrios y sectores humildes.
Invocando como justificación para realizar las OLP, el gobierno argumenta el resguardo de la seguridad nacional y ciudadana, cuando la verdad es que se trata de una violación masiva de los derechos humanos. En este aspecto, el gobierno de Maduro actúa hoy como el reaccionario fujimorismo en la masacre de Barrios Altos y La Cantuta en Perú. Recordamos que fueron precisamente casos como éstos los que permitieron el enjuiciamiento de Fujimori, lo que pudiera significar que también el Presidente de la República en Venezuela, un día, podría ver comprometida su responsabilidad al respaldar las OLP, más allá de quienes realizaron materialmente las actuaciones criminales en Barlovento. Para llegar al Presidente, habría que pasar por varios altos jerarcas que organizan estos asaltos a barrios pobres, a casas de la gente pobre y que asesinan a los hijos de la clase trabajadora.
En esa cadena está la administración de justicia, especialmente la que se imparte desde la jurisdicción penal. Volviendo a los resultados del Índice de Estado de Derecho, es público y notorio que en nuestro país, las decisiones de la justicia penal encarcelan a quien se roba una serie de auyamas, mientras dejan de lado la sanción que merece el ladrón de cuello de blanco.
Todo ello nos recuerda de manera ineludible uno de los símiles con que se caracteriza a la justicia. No se trata de la figura simbólica de la dama ciega, que hace caer el peso de la ley sobre el culpable, sin distingo alguno, sino que más bien rememoramos la tela de la araña: que atrapa al débil y deja escapar el fuerte. Así, cual tela de araña, es la justicia venezolana. Una institución que disfruta de los peores récords y de la mayor desconfianza, mientras se le acusa de ser apéndice de un gobierno liderado por una persona quien dice representar a los trabajadores, pero que en realidad desarrolla una de las más hambreadoras y nefastas políticas económicas.
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