Por Cristina Gil
5 Oct. 2013
Aquel movimiento popular con potencialidades transformadoras que otrora fuera el chavismo se encuentra en su declinación, y su situación actual obliga una revisión objetiva de nuestra historia más reciente. Hasta el año 2006, la movilización y autoorganización popular fueron la base sobre la cual se apoyó el gobierno para enfrentar el golpismo de la derecha. No obstante, una vez derrotada la ofensiva antipopular de los empresarios, la Iglesia, la burocracia sindical y los partidos tradicionales, el gobierno arrastró a esos sectores a una mesa de negociaciones y con su mira puesta sobre el entonces fortificado movimiento popular, apuntaló su corporativización con la creación del malquerido Psuv. La consecuencia más inmediata de esta medida fue la domesticación de las fuerzas populares y el abono de un terreno propicio para la conciliación y consolidación de los pactos.
Luego del golpe de estado del 2002 y con mayor rapidez luego del 2006, debimos observar cómo la mano del gobierno que nos habíamos dado a través de varias elecciones, y que defendimos aún con nuestros cuerpos, pactaba con los intereses empresariales de la burguesía nacional y las trasnacionales. El ejemplo más claro de estos pactos es la creación de las empresas mixtas, que hacen de las empresas de capital extranjero co-propietarias de nuestros hidrocarburos. En este sentido hay que decir que la estrategia del gobierno chavista de alianza con la burguesía y las transnacionales fracasó tanto para construir un nuevo modelo socialista, como para superar en términos capitalistas nuestra dependencia económica. Los pactos sostenidos no pudieron provocar más que un descreimiento consecutivo entre las bases chavistas, y la desaparición física de Chávez agravó la notoriedad de estas conciliaciones y acuerdos pro-capitalistas. Ya ubicados en un punto de no retorno, nos encontramos entonces ante el monstruo de la burocracia roja y gobernados por la temible “derecha endógena”, la misma a quien se le endilgaba todas las fallas gubernamentales, que no debían hacer mella en el liderazgo de “nuestro Comandante”. En este contexto, hoy el debate político es casi inexistente en el Psuv, mientras que entre el pueblo chavista se hace visible no sólo el desencanto sino un estado de incertidumbre que anula cualquier posibilidad de alimentar un intercambio de ideas en torno a los momentos que históricamente vivimos, cómo podemos afrontarlos y de qué modo debemos garantizar la reorganización de nuestras fuerzas en pro del avance y proyección de nuestros pasos hacia un sendero verdaderamente socialista.
Aquel movimiento popular con potencialidades transformadoras que otrora fuera el chavismo se encuentra en su declinación, y su situación actual obliga una revisión objetiva de nuestra historia más reciente. Hasta el año 2006, la movilización y autoorganización popular fueron la base sobre la cual se apoyó el gobierno para enfrentar el golpismo de la derecha. No obstante, una vez derrotada la ofensiva antipopular de los empresarios, la Iglesia, la burocracia sindical y los partidos tradicionales, el gobierno arrastró a esos sectores a una mesa de negociaciones y con su mira puesta sobre el entonces fortificado movimiento popular, apuntaló su corporativización con la creación del malquerido Psuv. La consecuencia más inmediata de esta medida fue la domesticación de las fuerzas populares y el abono de un terreno propicio para la conciliación y consolidación de los pactos.
Luego del golpe de estado del 2002 y con mayor rapidez luego del 2006, debimos observar cómo la mano del gobierno que nos habíamos dado a través de varias elecciones, y que defendimos aún con nuestros cuerpos, pactaba con los intereses empresariales de la burguesía nacional y las trasnacionales. El ejemplo más claro de estos pactos es la creación de las empresas mixtas, que hacen de las empresas de capital extranjero co-propietarias de nuestros hidrocarburos. En este sentido hay que decir que la estrategia del gobierno chavista de alianza con la burguesía y las transnacionales fracasó tanto para construir un nuevo modelo socialista, como para superar en términos capitalistas nuestra dependencia económica. Los pactos sostenidos no pudieron provocar más que un descreimiento consecutivo entre las bases chavistas, y la desaparición física de Chávez agravó la notoriedad de estas conciliaciones y acuerdos pro-capitalistas. Ya ubicados en un punto de no retorno, nos encontramos entonces ante el monstruo de la burocracia roja y gobernados por la temible “derecha endógena”, la misma a quien se le endilgaba todas las fallas gubernamentales, que no debían hacer mella en el liderazgo de “nuestro Comandante”. En este contexto, hoy el debate político es casi inexistente en el Psuv, mientras que entre el pueblo chavista se hace visible no sólo el desencanto sino un estado de incertidumbre que anula cualquier posibilidad de alimentar un intercambio de ideas en torno a los momentos que históricamente vivimos, cómo podemos afrontarlos y de qué modo debemos garantizar la reorganización de nuestras fuerzas en pro del avance y proyección de nuestros pasos hacia un sendero verdaderamente socialista.
Ningún “golpe de timón” reorientará el destino de esta traición a las aspiraciones de un pueblo, porque no se están cuestionando las bases estratégicas de este proyecto político ni su compromiso con los intereses de la burguesía y las trasnacionales. Es este y no otro el principal legado de Chávez. Son la boliburguesía corrupta, la burocracia sin límites, los pactos y la explotación constante de un Estado que pretende criminalizar los intentos organizativos de los trabajadores e imponer sindicatos patronales. Todo un cúmulo de vicios estatales aupados por un discurso gobiernero según el cual en nuestro país el poder lo ejerce el pueblo y no una cúpula militar-empresarial que usa como cortina la figura caricaturesca de un presidente-obrero.
Presidente que en nuestro caso además es movido por una laxitud asombrosa que conjuga un discurso moralista, católico y de desenfado postizo con llamados a la obediencia, la unidad y la domesticación.
Evidentemente, al sustituir a Chávez -portador de un genuino prestigio popular- por su caricatura, Maduro, el gobierno se tambalea como presidente en bicicleta.Una podrá admitir que fue Chávez quien, aún llegando al poder desde la negación al socialismo y coqueteando con la socialdemocracia de la tercera vía, logró hacer que la población elevara sus niveles de participación y confianza en la lucha política, perdiera el miedo a las palabras “revolución”, “socialismo”, y alzara las banderas del poder popular y la lucha de clases. Fue este personaje inesperado en el panorama político del momento quien capitalizó casi medio siglo de resistencia popular al modelo puntofijista y surgió en la ocasión justa de la crisis terminal de ese modelo. Por ello sus consignas en favor de una Asamblea Constituyente y en contra de la rapiña neoliberal, hicieron eco en la población venezolana.
Pero indudablemente también habrá que reconocer que el discurso chavista fue siempre una neblina de indefiniciones. Por ejemplo, nunca se explicó cómo alcanzaríamos la justicia social sin nacionalizar plenamente la industria petrolera o socializar los grandes monopolios que subsisten hasta el día de hoy.
Ese discurso plagado de indefiniciones nos situó en el punto en que hoy hablar de revolución, poder popular y socialismo es casi como hablar de mantequilla: a muchos parece encantarle y están convencidos de que se come con cualquier masita -incluso con candidaturas puestas a dedo, imposición de los criterios faranduleros de animadores, reguetoneros y atletas, llamamientos a la inmovilización “pues ya el socialismo está dado” (como diría el diputado psuvista, Darío Vivas), concursos de belleza financiados con dinero del Estado (el mismo Chávez le ofreció plata a Ivián Sarcos para su fundación -¿existirá?- “Belleza con propósito” y enterró con un cheque todas sus pretensiones feministas), manutención de las mafias burocrático-empresariales como las encabezadas por personajes nefastos como el tal maestro Abreu, que no son sino la evidencia de la continuidad de una política cultural que invierte el presupuesto en grandes espectáculos y un par de fundaciones, a despecho de la posibilidad de apoyar experiencias de educación popular en el área de las artes. Como guinda del postre, las alabanzas permanentes al catolicismo y las alianzas con sus representantes institucionales. Si a muchos nos incomodó el crucifijo conciliador de Chávez esgrimido en el 2002, Nicolás Maduro nos terminó de pasmar ante el colmo del temor a dios y sus promotores comerciales.
Catorce años han transcurrido y no hemos visto la expropiación de los grandes empresarios, ni el castigo de los grandes corruptos. No se ha materializado un modelo alternativo sin explotación, con igualdad, respetuoso de los derechos de los pueblos indígenas, con soberanía alimentaria y sin impunidad. Lejos de ello, vemos como el gobierno ha tendido en bandeja de plata a los sectores más podridos de nuestra sociedad, aquellos que derrotamos en el 2002, la retoma del poder, esta vez por la vía electoral. Sin otro recurso al cual apelar, el gobierno “resucita” a Chávez para ordenar, por enésima vez, que se mantenga disciplinado y rodilla en tierra al lado de los boliburgueses. La manipulación emocional está a la orden del día y cada vez que llueve, suponemos que hay que sentir nostalgia y llorar de agradecimiento.
Quien no acate la línea, es “falto de conciencia”, “anarquista”, “radical”, “ultroso”, “infiltrado”, o algo peor, un escuálido impenitente que merece no sólo el desprecio sino las varias formas de la persecución y el acoso personal. Se trata, ni más ni menos, de un vil chantaje en pro del mantenimiento del actual estado de cosas.
Romper con esa manipulación, “sacarse a Chávez del corazón”, para poder mirar fríamente su legado -desde una perspectiva más política que moral- es algo que sólo podremos lograr si nos detenemos a observar y analizar las tácticas de las cuales se vale el poder para situarnos en una posición de sumisión y dependencia. El día que nos sentemos frente a VTV y el culto a la personalidad que este medio aúpa a toda hora ya no nos arranque lágrimas sino que nos ofenda en lo más profundo de nuestra dignidad, entonces habremos dado un paso al frente hacia la ruptura con el chantaje; estaremos en plena capacidad de ponernos de pie y alzar la voz, avanzar y reclamar lo que nos corresponde -que no son migajas, dádivas o favores de un gobierno- sino verdaderas políticas revolucionarias que nos entreguen el control de nuestros destinos y nos permitan el verdadero autogobierno.
Quienes creímos en Chávez y vemos hoy la necesidad de mirarlo y mirarnos en retrospectiva, atravesamos por un proceso desgarrador. No podría ser de otra forma. Necesitamos la ruptura porque creemos en el verdadero socialismo, queremos alcanzarlo y sabemos -enteramente lo sabemos- que ese socialismo no lo alcanzaremos mientras sigamos atados al chavismo oficial, inmovilizados por el chantaje, convencidos de que debemos soportar todo con tal de que no vuelva al gobierno la derecha pro-imperialista de la MUD. El socialismo verdadero, sin latifundistas, empresarios, trasnacionales, burócratas ni boliburgueses, nos exige esa ruptura, salir -en términos del compañero Roland Denis- de “la nube hipnótica del chavismo”.
Dentro de todo este panorama, el ninguneo por parte de los medios públicos y privados a la existencia de una izquierda autónoma, se debe a que tácitamente reconocen que Psuv y MUD son los dos pilares partidistas del capitalismo en Venezuela, y que ambos tienen mucho que perder con el surgimiento desde las bases populares de un polo verdaderamente revolucionario. Por ello es claro que conducirnos hacia un camino de autonomía y profunda lucha social nos tomará años de trabajo organizativo. En este sentido, la construcción de un Sistema Comunicacional verdaderamente libre no sólo de las líneas políticas conductoras del Estado y de los sectores privados sino de los códigos heredados del chantaje y la manipulación, es una necesidad imperiosa para quienes ante la inevitable concertación chavismo-MUD, apostamos a generar un saldo organizativo mínimo capaz de conducir la resistencia y evitar la desmoralización de una clase social que ha sido nuevamente traicionada.
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