Por Evelyn Reed (1970)
En la actualidad, el movimiento de liberación de la mujer está a un
nivel ideológico superior al del movimiento feminista en el siglo
pasado. Casi todas las corrientes comparten el análisis marxista del
capitalismo y se adhieren a la clásica explicación de Engels sobre el
origen de la opresión de la mujer, basada en la familia, la propiedad
privada y el Estado.
Pero aún perduran notables equívocos e interpretaciones erróneas de
la posición marxista, que han conducido a algunas mujeres, que se
consideran radicales o socialistas, a desviaciones y a una
desorientación teórica. Influenciadas por el mito de que las mujeres han
estado siempre condicionadas por sus funciones reproductoras, tienden a
concluir que las raíces de la opresión femenina son, al menos en parte,
debidas a diferencias sexuales biológicas. En realidad, las causas son
exclusivamente históricas y sociales.
Algunas de estas teorías sostienen que la mujer constituye una clase
especial o una casta. Estas definiciones no sólo son ajenas al marxismo,
sino que llevan a la falsa conclusión de que no es el sistema
capitalista, sino el hombre, el principal enemigo de la mujer. Propongo
poner a discusión esta tesis.
Las aportaciones del marxismo en este campo, fundamentales para
explicar la génesis de la degradación de la mujer, pueden resumirse así:
Ante todo, las mujeres no han sido siempre el sexo oprimido o
“segundo sexo”. La antropología o los estudios de la prehistoria nos
dicen todo lo contrario. En la época del colectivismo tribal las mujeres
estuvieron a la par con el hombre y estaban reconocidas por el hombre
como tales.
En segundo lugar, la degradación de las mujeres coincide con la
destrucción del clan comunitario matriarcal y su sustitución por la
sociedad clasista y sus instituciones: la familia patriarcal, la
propiedad privada y el Estado.
Los factores clave que llevaron al derrocamiento de la posición
social de la mujer tuvieron origen en el paso de una economía basada en
la caza y en la recogida de comida, a un tipo de producción más
avanzado, basado en la agricultura, la cría de animales y el artesanado
urbano. La primitiva división del trabajo entre los sexos fue sustituida
por una división social del trabajo mucho más complicada. La mayor
eficacia del trabajo permitió la acumulación de un notable excedente
productivo, que llevó; primero, a diferenciaciones, y después a
profundas divisiones entre los distintos estratos de la sociedad.
En virtud del papel preeminente que habían tenido los hombres en la
agricultura extensiva, en los proyectos de irrigación y construcción,
así como en la cría de animales, se apropiaron poco a poco del
excedente, definiéndolo como propiedad privada. Estas riquezas potencian
la institución del matrimonio y de la familia y dan una estabilidad
legal a la propiedad y a su herencia. Con el matrimonio monogámico, la
esposa fue colocada bajo el completo control del marido, que tenía así
la seguridad de tener hijos legítimos como herederos de su riqueza.
Con la apropiación por parte de los hombres de la mayor parte de la
actividad social productiva, y con la aparición de la familia, las
mujeres fueron encerradas en casa al servicio del marido y la familia.
El aparato estatal fue creado para reforzar y legalizar la institución
de la propiedad privada, el dominio masculino y la familia patriarcal,
santificada luego por la religión.
Este es, brevemente, el punto de vista marxista sobre el origen de la
opresión de la mujer. Su subordinación no se debe a ninguna deficiencia
biológica como sexo, sino que es el resultado de los acontecimientos
sociales que destruyeron la sociedad igualitaria de la gens matriarcal,
sustituyéndola por una sociedad clasista patriarcal que, desde sus
inicios, se caracterizó por la discriminación y desigualdad de todo
tipo, incluída la desigualdad de sexos. El desarrollo de este tipo de
organización socio-económica estructuralmente opresiva, fue la
responsable de la caída histórica de las mujeres.
Pero la caída de las mujeres no se puede comprender completamente, ni
se puede elaborar una solución social y política correcta para su
liberación, sin considerar lo que sucede actualmente con los hombres.
Muy a menudo no se tiene en cuenta que el sistema patriarcal clasista,
que ha hecho desaparecer al matriarcado y sus relaciones sociales
comunitarias, ha destruído también la contrapartida masculina, el
fratriarcado –esto es, la fraternidad tribal de los hombres. La derrota
de las mujeres anduvo pareja con la dominación de las masas de
trabajadores por la clase de los patronos.
La esencia de este desarrollo se puede ver más claramente si se
examina el carácter fundamental de la estructura tribal que Morgan,
Engels y otros han descrito como “sistema de consumo primitivo”. El clan
comunitario era tanto una hermandad de mujeres como una hermandad de
hombres. La hermandad, esencia del matriarcado, tenía claramente
caracteres colectivos. Las mujeres trabajaban juntas como una comunidad
de hermanas; su trabajo social proveía ampliamente al mantenimiento de
toda la comunidad. Criaban a los hijos también en comunidad. Una madre
no hacía distinción entre sus hijos y los de otra mujer del clan, y los
niños, por otra parte, consideraban a todas las hermanas mayores como
madres.
En otras palabras, la producción y la propiedad en común iban
acompañadas de la educación común de los hijos.
La contrapartida masculina de esta hermandad era la fraternidad,
modelada según los mismos esquemas comunitarios. Cada clan, y el
conjunto de clanes que comprendía la tribu, se caracterizaba por la
“fraternidad” desde el punto de vista masculino, y por la “hermandad” o
“matriarcado” desde el punto de vista femenino. En esta fraternidad
matriarcal, los adultos de los dos sexos, no sólo producían para
mantenerse, sino que alimentaban y protegían a los niños de la
comunidad. Estos aspectos hicieron de la hermandad y fraternidad un
sistema de “comunismo primitivo”.
Así, antes de que la familia tuviera como cabeza un padre individual,
la función de la paternidad era social y no familiar. Además, los
primeros hombres que desarrollaron funciones “paternales” no fueron los
compañeros o “maridos” de las hermanas del clan, sino sus hermanos. Y
esto no sólo porque los procesos fisiológicos de la paternidad eran
desconocidos, sino más bien porque este hecho era insignificante en una
sociedad fundada en el colectivismo productivo y en el cuidado común de
los hijos.
Aunque actualmente nos pueda parecer extraño a nosotros, que estamos
acostumbrados a la forma particular de educación de los hijos, era
perfectamente natural en la comunidad primitiva, que los hermanos del
clan, o sea, los maternos, ejercieran estas funciones paternas hacia los
hijos de las hermanas, que más tarde fueron asunto del padre individual
respecto a los hijos de la esposa.
El primer cambio en este sistema de clan hermano-hermana se debe a la
creciente tendencia de la pareja, o de la “familia a dos”, como lo han
llamo Morgan y Engels, a vivir juntos en la misma comunidad y casa. Sin
embargo, la simple cohabitación no alteró sustancialmente las relaciones
colectivas o el papel productivo de las mujeres en la comunidad. La
división del trabajo según el sexo, efectuada entre hermanas y hermanos
del clan, se transformó gradualmente en división sexual del trabajo
entre marido y esposa.
Pero mientras prevalecieron las relaciones colectivas y las mujeres
continuaron participando en la producción social, permaneció, en mayor o
menor medida, la originaria igualdad entre los sexos. La comunidad
entera continuó proveyendo a cada miembro de la pareja, quizás porque
cada miembro de la pareja contribuía también en la actividad laboral.
Por lo tanto, la familia de pareja, tal como aparece en los albores
del sistema familiar, era radicalmente distinta del actual núcleo
familiar. En nuestro sistema capitalista, desordenado y competitivo,
cada familia debe salvarse o ahogarse, contando sólo con sus
posibilidades y no puede contar con la ayuda externa. La esposa depende
del marido, y los hijos deben contar con sus padres para su
subsistencia, aunque estén sin trabajo, enfermos o muertos. En el
período de la familia de pareja no existía este tipo de dependencia de
la “economía familiar”, porque la comuna entera se hacía cargo de las
necesidades fundamentales de cada individuo desde la cuna hasta la
tumba.
Esta fue la causa concreta de la ausencia, en la comunidad primitiva,
de las opresiones sociales y los antagonismos familiares, tan
frecuentes actualmente.
Se ha dicho a veces, explícita o implícitamente, que la dominación
masculina ha existido siempre y que las mujeres han sido siempre
tratadas brutalmente por los hombres. O también, a veces, se ha creído
que las relaciones entre los sexos, en la sociedad matriarcal, eran
exactamente lo contrario de las nuestras –con las mujeres dominando a
los hombres. Ninguna de estas afirmaciones ha sido confirmada por los
descubrimientos antropológicos.
No es mi intención alabar la era salvaje ni auspiciar un retorno
romántico a alguna pasada “edad de oro”. Una economía basada en la caza y
el aprovisionamiento de comida representa el estadio más bajo del
desarrollo humano, y sus condiciones de vida eran desagradables, crueles
y duras. Sin embargo, debemos reconocer que las relaciones entre el
hombre y la mujer eran fundamentalmente distintas a las nuestras.
En el clan no existía la posibilidad de que un sexo dominara al otro,
de la misma forma que una clase no podía explotar a la otra. Las
mujeres ocupaban un lugar preeminente porque eran las principales
productoras de bienes y de nuevas vidas. Pero esto no las indujo a
oprimir a los hombres. Su sociedad comunitaria excluía la tiranía de
clase, de raza o de sexo.
Como ha dicho Engels, con la aparición de la propiedad privada del
matrimonio monogámico y de la familia patriarcal, entraron en juego
nuevas fuerzas sociales, tanto en la sociedad en su conjunto, como en la
organización familiar, que abolieron los derechos que anteriormente
tenía la mujer.
De la simple cohabitación de la pareja, se pasó al matrimonio
monogámico legal y rígidamente regulado, que puso a la esposa y a los
hijos bajo el control completo del marido y padre, el cual daba su
nombre a la familia y determinaba sus condiciones de vida y su destino.
Las mujeres, que habían vivido y trabajado juntas, educado en común a
sus hijos, se dispersaron como esposas de un solo hombre, destinadas a
su servicio y al de una sola casa.
La primitiva e igualitaria división
sexual del trabajo entre los hombres y las mujeres de la comunidad,
cedió paso a una división familiar del trabajo, en la cual la mujer era
alejada cada vez más de la producción social, para convertirse en sierva
del marido, de la casa y de la familia. Así, las mujeres, en un tiempo
“administradoras” de la sociedad, con la formación de las clases fueron
degradadas al papel de administradoras de los hijos de un hombre y de su
casa.
Esta degradación de las mujeres ha sido un especto permanente en los
tres estadios de la sociedad de clases, desde la esclavitud, pasando por
el feudalismo, hasta el capitalismo.
Mientras las mujeres dirigían, o por lo menos, participaban en el
trabajo productivo de la comunidad, fueron estimadas y respetadas, pero
cuando se desmembraron en una unidad familiar separada y ocuparon una
posición subalterna en la casa y en la familia, perdieron su prestigio,
su influencia y su poder.
¿Nos puede extrañar que unos cambios sociales tan drásticos hayan
llevado a un antagonismo tan profundo y duradero entre los dos sexos?
Como dice Engels:
“La monogamia no ha significado en absoluto, desde el punto de
vista histórico, una reconciliación entre el hombre y la mujer, y menos
aún, constituye la forma más alta de matrimonio. Por el contrario, ha
representado el sometimiento de un sexo por el otro y la aparición de un
antagonismo entre los sexos desconocido en la historia precedente… El
primer antagonismo de clase aparecido en la historia coincide con el
desarrollo del antagonismo entre hombre y mujer en la monogamia, y la
primera opresión de clase con la del sexo femenino por parte del
masculino” (El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado).
Es necesario hacer una distinción entre los dos tipos de opresión que
las mujeres han sufrido en la familia monogámica y en el sistema basado
en la propiedad privada. En la familia productiva campesina de la era
preindustrial, las mujeres gozaban de un `status` social más elevado y
de un respeto mayor del que goza actualmente en nuestras ciudades el
núcleo familiar doméstico.
Mientras la agricultura y el artesanado dominaron la economía, la
familia campesina, que era numerosa o “extensa”, continuaba siendo una
unidad productiva vital. Todos sus miembros tenían funciones concretas e
importantes, según el sexo y la edad. Las mujeres ayudaban a cultivar
la tierra y hacían trabajos en la casa, mientras los niños y los demás
producían su parte según sus capacidades.
Todo esto cambió con el nacimiento del capitalismo industrial y
monopolista y con la formación del núcleo familiar. Cuando grandes masas
de hombres fueron expoliados de la tierra y de sus pequeñas empresas, y
se convirtieron en trabajadores asalariados en las fábricas, no
tuvieron para vender, y sobrevivir, más que su fuerza de trabajo. Sus
mujeres, alejadas de las fábricas productivas y del artesanado,
devinieron completamente dependientes de los maridos para su
mantenimiento y el de sus hijos. De la misma manera que los hombres
dependían de sus patronos, las mujeres dependían de sus maridos.
Privadas gradualmente de su autonomía económica, las mujeres
perdieron también la consideración social. En las fases iniciales de la
sociedad clasista fueron alejadas de la producción social y del
liderazgo, para convertirse en productoras en el ámbito de la familia
agrícola, trabajando con el marido para a casa y la familia. Pero con la
sustitución de la familia campesina por el núcleo familiar propio de
las ciudades industriales perdieron su último punto de apoyo en terreno
sólido.
Las mujeres se encontraron entonces frente a dos tristes
alternativas: buscar un marido que las cuidase y hacer de ama de casa en
un apartamento de la ciudad, criando la próxima generación de esclavos
asalariados; o bien, para las más pobres y desafortunadas, hacer los
trabajos marginales de las fábricas (junto a sus hijos), y ser
explotadas como la fuerza de trabajo más esclavizada y peor pagada.
En las generaciones pasadas, las mujeres trabajadoras lucharon por el
empleo junto a los hombres, por aumentos salariales y mejoras en las
condiciones laborales. Pero las mujeres, en calidad de amas de casa
dependientes, perdieron estos medios de lucha social. Sólo podían
lamentarse o pelearse con el marido y los hijos por la miseria de su
vida. El contraste entre los sexos se vuelve más profundo y áspero con
la degradante dependencia de las mujeres respecto a los hombres.
A pesar del hipócrita homenaje rendido a las mujeres como “madres
santas” y devotas amas de casa, su valor disminuyó, alcanzando el punto
más bajo con el capitalismo. Puesto que las amas de casa no producen
bienes, ni crean ningún excedente para los explotadores, no son
importantes para los fines del capitalismo. En este sistema existen sólo
tres justificaciones para su existencia: el ser amas de cría,
guardianas de la casa y compradoras de bienes de consumo para la
familia.
Mientras que las mujeres ricas pueden hacerse sustituir por las
criadas en el desempeño de los trabajos más aburridos, las pobres están
ligadas a esta inaguantable cadena para toda la vida. Su condición de
servilismo aumenta cuando están obligadas a un trabajo externo para
contribuir al mantenimiento de la familia. Asumiendo dos
responsabilidades, en lugar de una, están doblemente oprimidas.
Pero incluso las amas de casa de la clase media son víctimas del
capitalismo del mundo occidental, a pesar de sus privilegios económicos.
La monótona condición de aislamiento y de aburrimiento en que se
encuentran, las induce a “vivir a través” de sus hijos –relación que
alimenta muchas de las neurosis que afligen hoy en día la vida familiar.
Tratando de aliviar su sufrimiento, son manipuladas y depredadas por
los especuladores del campo de los bienes de consumo. La explotación de
la mujer como consumista forma parte de un sistema que se desarrolló, en
primer lugar, con la explotación del hombre como productor.
Los capitalistas tienen miles de razones para exaltar el núcleo
familiar. Su ambiente es una mina de oro para todos los especuladores,
desde los agentes inmobiliarios a los vendedores de detergentes y
cosméticos. Si producen automóviles para uso individual, en lugar de
desarrollar adecuadamente los transportes públicos, es porque es más
rentable, como lo es vender casas pequeñas en parcelas privadas, cada
una de las cuales necesita su lavadora, su frigorífico y otras cosas
similares.
Por otra parte, el aislamiento de las mujeres en casas particulares,
ligadas todas a las mismas tareas con la cocina y con los hijos, les
impide unirse y llegar a ser una fuerza social o una seria amenaza
política para el poder constituido.
¿Cuál es la lección que se puede extraer de esta panorámica sobre el
largo cautiverio de las mujeres en la casa y con la familia, propia de
la sociedad clasista –tan distinta de su situación de fuerza e
independencia en la sociedad preclasista?
Nos muestra que el estado de inferioridad de las mujeres no ha sido
el resultado de un condicionamiento biológico ni del embarazo. Este no
constituía un handicap en la comunidad primitiva; lo ha empezado a ser,
principalmente, en el núcleo familiar de nuestros días. Las mujeres
pobres están destrozadas entre la obligación de cuidar a los hijos y la
casa y, al mismo tiempo, trabajar fuera para contribuir al mantenimiento
de la familia. Las mujeres, por lo tanto, han sido condenadas a su
estado de opresión por las mismas fuerzas y relaciones sociales que han
llevado a la opresión de una clase sobre otra, de una raza sobre otra,
de una nación sobre otra. Es el sistema capitalista –último estadio del
desarrollo de la sociedad de clases- la fuente principal de la
degradación y opresión de las mujeres.
Algunas mujeres del movimiento de liberación critican estas tesis
marxistas fundamentales. Dicen que el sexo femenino representa una casta
distinta o una clase. Ti-Grace Atkinson, por ejemplo, sostiene que las
mujeres son una clase aparte. Roxanne Dunbar afirma que son una casta
aparte. Examinemos estas dos posiciones y las conclusiones que de ellas
se derivan.
Primero consideremos si las mujeres son una casta. La jerarquía de
castas apareció antes y sirvió de modelo al sistema clasista. Surge
después de la desaparición de la comunidad tribal, con las primeras
diferenciaciones evidentes de los estratos sociales, según la nueva
división del trabajo y las funciones sociales. La pertenencia a un
estrato superior o inferior estaba garantizada por el sólo hecho de
nacer dentro de su ámbito.
Es importante notar, además, cómo el sistema de castas llevaba en sí
mismo, desde el principio, al sistema de clases. Por otro lado, mientras
el sistema de castas alcanza su pleno desarrollo sólo en algunas partes
del mundo, como India, el sistema de clases se desarrolló hasta
convertirse en mundial y engullir al de castas.
Esto se puede ver claramente en India, donde cada una de las cuatro
castas fundamentales –los brahamanes o sacerdotes, los soldados, los
propietarios terratenientes o mercantiles y los trabajadores, junto a
los “sin casta” o parias –tienen un lugar preciso en la sociedad
explotadora. En la India actual, donde el viejo sistema de castas
sobrevive de forma decadente, las relaciones y el poder capitalistas
prevalecen sobre las instituciones precapitalistas heredadas del pasado,
comprendidos los vestigios de la sociedad estructurada en castas.
Por otro lado, aquellas regiones del mundo que se han desarrollado
más rápidamente y de forma más consistente, han abolido el sistema de
castas. La civilización occidental, iniciada con la antigua Grecia y
Roma, se desarrolló pasando por la esclavitud, y el feudalismo, hasta
llegar al estadio más maduro de la sociedad de clases, el capitalismo.
Ni en el sistema de castas ni en el clasista –y ni siquiera en la
combinación de los dos- las mujeres han constituido una clase o casta
aparte. Las mismas mujeres han estado divididas en las distintas castas y
clases que han formado el sustrato social.
El hecho de que las mujeres tuvieran una posición de inferioridad,
como sexo, no implica, ipso facto, que fueran una cata o una clase
inferior. En la antigua India, las mujeres pertenecían a castas
distintas. En un caso, su `status` social venía determinado por el
nacimiento en una casta, en el otro era determinado por su riqueza o por
la del marido. Y esto es válido para los dos sexos, que pueden
pertenecer a una casta superior y tener más dinero, y poder y
consideración social.
¿Qué entiende entonces Roxanne Dumbar cuando dice que todas las
mujeres (sin tener en cuenta su clase) pertenecen a una casta aparte? El
contenido exacto de sus afirmaciones y de sus conclusiones no me
resulta claro, y quizá tampoco a los demás. Hagamos entonces un estudio
más profundo.
En términos de poder, nos podemos referir a la mujer como una “casta”
inferior –como se hace a veces cuando se definen como “esclavas” y
“siervas” –cuando se tiene simplemente la intención de señalar que han
ocupado una posición subordinada en la sociedad masculina. El uso de la
palabra “casta” serviría, pues, sólo para indicar la pobreza de nuestra
lengua, que no tiene una palabra precisa para indicar el sexo femenino
como sexo oprimido. Pero parece que el escrito de Roxanne Dunbar, en
febrero de 1970, tenía implicaciones más amplias respecto a sus
anteriores posiciones sobre esta cuestión.
En aquel documento dice que su caracterización de las mujeres como
casta no representa nada nuevo: que incluso Marx y Engels “juzgaron de
la misma forma la posición del sexo femenino”. Pero esto no es realmente
así: ni Marx en "El Capital" ni Engels en "El origen de la familia, la
propiedad privada y el Estado", ni otros notables marxistas, desde Lenin
a Luxemburg, han definido nunca a la mujer como perteneciente a una
casta en virtud de su sexo. Por lo tanto, no se trata simplemente de una
confusión verbal en torno al uso de una palabra, sino de un claro
alejamiento del marxismo, si bien presentado con carácter marxista.
Me gustaría poseer clarificaciones de Roxanne Dunbar sobre las
conclusiones que ella extrae de su teoría; puesto que si todas las
mujeres pertenecen a una casta inferior, y todos los hombres a una casta
superior, de ello se desprende que el punto central de la lucha por la
liberación consistiría en una “guerra de castas” de todas las mujeres
contra todos los hombres. Esta conclusión parecería confirmada por la
afirmación de que “nosotras vivimos en un sistema internacional de
castas”.
Tampoco esta afirmación es marxista, ya que los marxistas dicen que
vivimos en un sistema clasista internacional y que por lo tanto no se
requiere una guerra de castas, sino una lucha de clases de todos los
oprimidos, hombres y mujeres, para obtener la liberación de las mujeres
junto con la liberación de todas las masas oprimidas. Roxanne Dunbar,
¿está de acuerdo o no con esta posición respecto al papel determinante
de la lucha de clases?
Su confusión replantea la necesidad de usar un lenguaje preciso en
una exposición científica. Si bien las mujeres están explotadas bajo el
capitalismo, no son esclavas ni siervas de la gleba o miembros de una
casta inferior. Las categorías sociales de esclavo, siervo y casta se
refieren a estadios y aspectos concretos de la historia pasada, y no
definen correctamente la posición de las mujeres en nuestra sociedad.
Si queremos ser exactos y científicos, las mujeres deberían definirse como un “sexo oprimido”.
La otra posición, que caracteriza a las mujeres como “clase” especial, podemos definirla como aún más errónea.
En la sociología marxista una clase puede definirse según dos
consideraciones independientes: el papel que juega en el proceso
productivo y si posee la propiedad de los medios de producción, y por lo
tanto, controlan el Estado y dirigen la economía. Los trabajadores que
crean la riqueza no tienen más que su fuerza de trabajo para vender a
los patronos y poder vivir.
¿En qué relación se encuentran las mujeres con estas dos clases
opuestas? Pertenecen a todos los estratos de la pirámide social. Las
pocas que están en la cima pertenecen a la clase de los plutócratas;
algunas pertenecen a la clase media, la mayoría al proletariado.
Existe
una enorme diferencia entre las pocas Rockefeller, Morgan y Ford, y los
millones que viven con subsidios de todo tipo. Resumiendo, las mujeres,
como los hombres, son un sexo interclasista.
No se trata de un intento de dividir a las mujeres, sino simplemente
de reconocer una división que ya existe. La idea de que todas las
mujeres, como sexo, tienen en común más de lo que tienen los miembros de
una misma clase, es falsa. Las mujeres de la alta burguesía no son
simplemente compañeras de cama de sus ricos maridos. Generalmente
existen otros lazos más fuertes: son colaboradoras económicas, sociales y
políticas, unidas al marido en la defensa de su propiedad privada, del
beneficio, del militarismo, del racismo y de la explotación de las otras
mujeres.
Para decir verdad, existen excepciones individuales a esta regla,
especialmente entre las jóvenes. Recordemos que la señora Frank Leslie,
por ejemplo, renunció a la herencia de dos millones de dólares para
sostener la causa del sufragio femenino, y otras mujeres de la alta
burguesía han entregado su dinero a favor de la causa de los derechos
civiles de nuestro sexo. Pero una cosa completamente distinta es esperar
que muchas mujeres ricas sostengan una lucha revolucionaria que amenaza
sus intereses y privilegios capitalistas. La mayor parte de ellas se
burlan del movimiento de liberación, diciendo explícitamente o
implícitamente:
“Pero, ¿de qué cosa nos tenemos que liberar?”
¿Es realmente necesario insistir en este punto? Decenas de miles de
mujeres participaron en la manifestación de Washington, en noviembre de
1969 y después en mayo de 1970. ¿Tenían más cosas en común con los
hombres militantes que marchaban a su lado, o con la señora Nixon, sus
hijas y la esposa del procurador general, señora Mitchell, que miraban
con desagrado desde su ventana y veían en aquella masa una nueva
revolución rusa? ¿Quiénes serán los mejores aliados de la mujer en el
combate por la liberación, las esposas de los banqueros, de los
generales, de los abogados hacendados, de los grandes industriales, o
los trabajadores negros y blancos que luchan por su propia liberación?
¿No serán, tanto los hombres como las mujeres de ambas partes? Si no es
así, la lucha ¿debe volverse contra los hombres, más que contra el
sistema capitalista?
Es cierto que todas las sociedades clasistas han sido dominadas por
el hombre y que los hombres han sido adiestrados, desde la cuna, para
que sean chovinistas. Pero no es cierto que los hombres, como tales,
representen el principal enemigo de las mujeres. Esto no tendría en
cuenta a la masa de hombres explotados que están oprimidos por el
principal enemigo de las mujeres, el sistema capitalista. Estos hombres
tienen un lugar en la lucha por la liberación de la mujer; pueden
convertirse y se convertirán en nuestros aliados.
Si bien la lucha contra el chovinismo masculino es una parte esencial
de los objetivos que tienen las mujeres del movimiento, no es correcto
hacer de ello el eje principal. Esto nos llevaría a no tener en cuenta o
infravalorar el papel constituido que no sólo alimenta y se aprovecha
de toda forma de discriminación y opresión, sino que además es
responsable del chovinismo masculino. Recordemos que la supremacía
masculina no existía en la comunidad primitiva, basada en la relación
entre hermanas y hermanos. La discriminación sexual, así como la racial,
tienen sus raíces en la propiedad privada.
Una posición teórica errónea lleva fácilmente a una falsa estrategia
en la lucha por la liberación de la mujer. Este es el caso de una
fracción de las “Redstockings” que dicen en su Manifiesto que “las
mujeres son una clase oprimida”. Si todas las mujeres forman una clase,
entonces todos los hombres deben constituir la clase opuesta –la de los
opresores-. ¿Qué conclusión se puede deducir de esta premisa? ¿Qué no
existen hombres en la clase oprimida? ¿Dónde colocamos a los millones de
obreros blancos oprimidos que, como los negros oprimidos,
puertorriqueños y otras minorías, son explotados por los capitalistas?
¿No tienen todos ellos un lugar primordial en la lucha por la revolución
social? ¿Dónde y bajo qué bandera estos pueblos oprimidos de todas las
razas y de ambos sexos se unen por una acción común contra su enemigo
común? Oponer las mujeres como clase a los hombres como clase sólo puede
constituir una desviación de la auténtica lucha de clases.
¿No existe una relación con la afirmación de Roxanne Dunbar de que la
liberación de la mujer es la base de la revolución social? Estamos muy
lejos de la estrategia marxista, puesto que se invierte la situación
real. Los marxistas dicen que la revolución social es la base para una
total liberación de las mujeres –como es la base de la liberación de
toda la clase trabajadora. En última instancia, los verdaderos aliados
de la liberación de la mujer son todas aquellas fuerzas que están
obligadas por sus propios intereses a luchar contra los imperialistas y a
romper sus cadenas.
La causa profunda de la opresión femenina, que es el capitalismo, no
puede ser abolida jamás solamente por las mujeres, ni por una coalición
de mujeres de todas las clases. Es preciso una lucha mundial por el
socialismo por parte de la masa trabajadora, hombres y mujeres, unidos a
todos los grupos oprimidos, para derribar el poder del capitalismo, que
actualmente tiene su máxima expresión en los Estados Unidos.
En conclusión, lo que debemos preguntarnos es cuáles son los nexos
entre la lucha por la liberación de las mujeres y la lucha por el
socialismo.
Ante todo, si bien los últimos objetivos de la liberación de las
mujeres no podrán ser realizados antes de la revolución socialista, esto
no significa que la lucha por las reformas deba posponerse hasta
entonces. Es necesario que las mujeres marxistas luchen, desde ahora,
codo a codo, con todas las mujeres militantes por sus objetivos
específicos. Esta ha sido nuestra política desde que se presentó una
nueva fase del movimiento de liberación de la mujer, hace cerca de un
año e incluso antes.
El movimiento feminista empieza, como otros movimientos de
liberación, planteando algunas reivindicaciones elementales como son:
igualdad de oportunidades para hombres y mujeres en lo que respecta a la
educación y al trabajo: a trabajo igual, salario igual; derecho al
libre aborto para quien lo solicite; guarderías financiadas por el
Estado, pero controladas por la comunidad. La movilización de las
mujeres por estos objetivos no sólo nos da la posibilidad de obtener
mejoras, sino también pone en evidencia, domina y modifica los peores
aspectos de nuestra subordinación en la sociedad actual.
En segundo lugar, ¿por qué las mujeres deben llevar a cabo su lucha
por la liberación si, en última instancia, para la victoria para la
revolución socialista será necesaria la ofensiva de toda la clase
trabajadora? La razón es que ningún sector oprimido de la sociedad,
tanto los pueblos del Tercer Mundo como las mujeres, pueden confiar a
otras fuerzas la dirección y desarrollo de su lucha por la libertad
–aunque estas fuerzas se comporten como aliados. Nosotros rechazamos la
posición de algunos grupos políticos que se dicen marxistas, pero que no
reconocen que las mujeres deben dirigir y organizar su lucha por la
emancipación, de la misma forma que no llegan a comprender porqué los
negros deben hacer lo mismo.
La máxima de los revolucionarios irlandeses –“quien quiere ser libre
debe luchar personalmente”- se adapta perfectamente a la causa de la
liberación de la mujer. Las mujeres deben luchar personalmente para
conquistar la libertad, y esto es cierto tanto antes como después del
triunfo de la revolución anticapitalista.
En el curso de nuestra lucha y como parte de la misma, reeducaremos a
los hombres que han sido inducidos a creer ciegamente que las mujeres
son por naturaleza el sexo inferior debido a alguna tara en su
estructura biológica. Los hombres deberán aprender que su chovinismo y
su superioridad son otra de las armas en manos de los patronos para
conservar el poder. El trabajador explotado, viendo la condición, aún
peor que la suya, en que se encuentra su esposa, ama de casa y
dependiente, no puede estar satisfecho de ello –se les debe hacer ver la
fuente del poder opresor que les ha envilecido a los dos.
En fin, decir que las mujeres constituyen una casta o clase aparte,
lleva lógicamente a conclusiones extremadamente pesimistas respecto al
antagonismo entre los sexos, en contraste con el optimismo
revolucionario de los marxistas. Ya que, a menos que los dos sexos estén
completamente separados y los hombres sean exterminados, parece que
están destinados a una guerra perenne entre ellos.
Como marxistas, nosotras tenemos un mensaje más realista y lleno de
esperanza. Negamos que la inferioridad de la mujer esté determinada por
su estructura biológica, y que haya existido siempre. Lejos de ser
eterna, la subordinación de las mujeres y la amarga hostilidad entre los
sexos no tienen más que unos pocos miles de años. Fueron producto de
los drásticos cambios sociales que introdujeron la familia, la propiedad
privada y el Estado.
La historia nos enseña que es necesaria una revolución que altere
radicalmente las relaciones socio-económicas, para extirpar la causa de
las desigualdades y obtener una plena emancipación de nuestro sexo. Este
es el fin prometido por el programa socialista por el que nosotras
luchamos.
Traducción: Clase y Género
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