Tomado de Insurrectas y punto
Podría parecer una historia de terror, fruto de la imaginación de un escritor misógino y cruel, pero no existen ficciones capaces de competir con la realidad en el ámbito del sufrimiento humano. Por eso, lo que voy a contarles no es un cuento. Yo lo conocí gracias a José Manuel Devesa, un médico español que viaja todos los años a Madagascar para intentar reparar, en la medida de su abnegación y sus capacidades, una tragedia oculta, la “herida innombrable” que arruina para siempre la vida de varios millones de mujeres africanas –más de dos, dicen algunos; más de tres, calculan otros–, tan jóvenes que apenas han llegado a merecer ese nombre cuando se convierten en unas apestadas.
Nadie se preocupa por el destino de estas mujeres apartadas, apestadas, solas y sin futuro”
El proceso es fácil de entender. En la mayoría de los países de África, el hambre y la pobreza extrema convierten a las hijas casaderas en una precaria oportunidad de prosperar. Las familias no suelen esperar. Pocos meses después de su primera menstruación, las hijas entran en un mercado donde las transacciones se cierran a menudo por un precio tan módico, tan elevado a la vez, como un cebú. Casar a una hija es lo mismo que venderla, y una vez entregada a su marido, sus padres quedan al margen de su destino. Ese destino comienza casi siempre por un embarazo tan precoz que las futuras madres no han dejado de ser niñas cuando llega el momento del parto.
En países donde la sanidad pública se limita a unas pocas y paupérrimas instalaciones sólo en las grandes ciudades, las niñas-esposas se ven abocadas a parir solas, a lo sumo, y con mucha suerte, bajo la tutela de una partera. Sus cuerpos inmaduros no han terminado de desarrollarse aún, sus pelvis estrechas son incapaces de dilatar lo suficiente como para que el bebé nazca por sí solo. Por eso, en un porcentaje muy elevado de casos, los partos se obstruyen y el feto termina muriendo en el interior del cuerpo de su madre, donde permanece hasta que encoge lo suficiente para ser expulsado. En ese periodo, que puede durar varios días, el cadáver del bebé necrosa los tejidos que lo rodean, abriendo un agujero –una fístula– que comunica la vejiga de la parturienta con su vagina. Y en ese momento, la suerte de una niña que ha tenido que afrontar una boda sin amor, el sexo sin deseo, un embarazo sin preparación, un parto sin ayuda y la muerte de su primer hijo a los 11 o 12 años de edad, se arruina sin remedio.
Las víctimas de esta situación son inmediatamente repudiadas por sus maridos y no pueden regresar a la casa de su familia, que se avergüenza de ellas. Una mujer que no vale para tener hijos no sirve para nada. Una mujer que expulsa orina sin control por la vagina está incapacitada para mantener relaciones sexuales, y tampoco puede trabajar, integrarse de ningún modo en la sociedad. A una mujer que, antes de llegar a ser una mujer, ha soportado ya toda esta cadena de calamidades, sólo le queda la opción de vagar por los caminos, vivir de la limosna que obtenga mendigando y buscar un hueco donde cobijarse en un mercado, el único lugar en el que un charco en el suelo no señala en público su infamia y la espesura de los olores fuertes le permite pasar desapercibida. Y así un día, y otro, y otro más, para millones de niñas, de mujeres africanas.
La fístula obstétrica se produce con mucha facilidad, pero es muy difícil de operar. En la mayoría de los países africanos existen pocos cirujanos nativos capaces de llevar a cabo con éxito esta intervención. La suerte de varios millones de mujeres depende de la fortuna de cruzarse en el camino con alguno de los equipos de voluntarios occidentales que viajan cada año con el doble propósito de operar a las pacientes que puedan y formar, en la medida de sus posibilidades, a personal sanitario de los países a los que acuden. Y el mundo no sabe nada. Nadie se preocupa por el destino de estas mujeres apartadas, apestadas, solas y sin futuro. Es inconcebible. Es la realidad.
La fundación Mujeres por África ha publicado Llévame a Farafangana, la novela de terror, también de amor, en la que el doctor Devesa ha relatado su experiencia en Madagascar. Ha sido la manera de anunciar una campaña, Stop fístula, que pretende acabar con este problema en Liberia. Cuando me invitaron a participar en la presentación, no tenía ni idea de lo que me iba a encontrar, pero el relato de este horror ha abierto en mi espíritu una herida con dos nombres.
Yo tengo dos hijas, pero incluso si ustedes no tienen ninguna, su solidaridad logrará que las víctimas de esta injusticia atroz no se sientan tan solas.
Nadie se preocupa por el destino de estas mujeres apartadas, apestadas, solas y sin futuro”
El proceso es fácil de entender. En la mayoría de los países de África, el hambre y la pobreza extrema convierten a las hijas casaderas en una precaria oportunidad de prosperar. Las familias no suelen esperar. Pocos meses después de su primera menstruación, las hijas entran en un mercado donde las transacciones se cierran a menudo por un precio tan módico, tan elevado a la vez, como un cebú. Casar a una hija es lo mismo que venderla, y una vez entregada a su marido, sus padres quedan al margen de su destino. Ese destino comienza casi siempre por un embarazo tan precoz que las futuras madres no han dejado de ser niñas cuando llega el momento del parto.
En países donde la sanidad pública se limita a unas pocas y paupérrimas instalaciones sólo en las grandes ciudades, las niñas-esposas se ven abocadas a parir solas, a lo sumo, y con mucha suerte, bajo la tutela de una partera. Sus cuerpos inmaduros no han terminado de desarrollarse aún, sus pelvis estrechas son incapaces de dilatar lo suficiente como para que el bebé nazca por sí solo. Por eso, en un porcentaje muy elevado de casos, los partos se obstruyen y el feto termina muriendo en el interior del cuerpo de su madre, donde permanece hasta que encoge lo suficiente para ser expulsado. En ese periodo, que puede durar varios días, el cadáver del bebé necrosa los tejidos que lo rodean, abriendo un agujero –una fístula– que comunica la vejiga de la parturienta con su vagina. Y en ese momento, la suerte de una niña que ha tenido que afrontar una boda sin amor, el sexo sin deseo, un embarazo sin preparación, un parto sin ayuda y la muerte de su primer hijo a los 11 o 12 años de edad, se arruina sin remedio.
Las víctimas de esta situación son inmediatamente repudiadas por sus maridos y no pueden regresar a la casa de su familia, que se avergüenza de ellas. Una mujer que no vale para tener hijos no sirve para nada. Una mujer que expulsa orina sin control por la vagina está incapacitada para mantener relaciones sexuales, y tampoco puede trabajar, integrarse de ningún modo en la sociedad. A una mujer que, antes de llegar a ser una mujer, ha soportado ya toda esta cadena de calamidades, sólo le queda la opción de vagar por los caminos, vivir de la limosna que obtenga mendigando y buscar un hueco donde cobijarse en un mercado, el único lugar en el que un charco en el suelo no señala en público su infamia y la espesura de los olores fuertes le permite pasar desapercibida. Y así un día, y otro, y otro más, para millones de niñas, de mujeres africanas.
La fístula obstétrica se produce con mucha facilidad, pero es muy difícil de operar. En la mayoría de los países africanos existen pocos cirujanos nativos capaces de llevar a cabo con éxito esta intervención. La suerte de varios millones de mujeres depende de la fortuna de cruzarse en el camino con alguno de los equipos de voluntarios occidentales que viajan cada año con el doble propósito de operar a las pacientes que puedan y formar, en la medida de sus posibilidades, a personal sanitario de los países a los que acuden. Y el mundo no sabe nada. Nadie se preocupa por el destino de estas mujeres apartadas, apestadas, solas y sin futuro. Es inconcebible. Es la realidad.
La fundación Mujeres por África ha publicado Llévame a Farafangana, la novela de terror, también de amor, en la que el doctor Devesa ha relatado su experiencia en Madagascar. Ha sido la manera de anunciar una campaña, Stop fístula, que pretende acabar con este problema en Liberia. Cuando me invitaron a participar en la presentación, no tenía ni idea de lo que me iba a encontrar, pero el relato de este horror ha abierto en mi espíritu una herida con dos nombres.
Yo tengo dos hijas, pero incluso si ustedes no tienen ninguna, su solidaridad logrará que las víctimas de esta injusticia atroz no se sientan tan solas.
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