En los últimos quince años, hemos vivido con mi familia una historia de destierros y encierros. Mi padre, Arcesio Lemus, desde muy niño, tuvo que soportar las inclemencias de la violencia partidista en Colombia. Y, al contrario de volverle un ser rencoroso, lo llenó de amor por las causas populares. Así se hizo líder campesino, líder de trabajadores informales, líder comunitario, y un referente del trabajo revolucionario en el norte del Tolima. Ese tipo de cosas no las perdona el Estado. Así que en la década de los 90 mi padre tuvo que desterrarse de Líbano, Tolima, para salvaguardar su vida y la de nuestra familia.
Pero la cosa se puso peor. Mi madre fue víctima de un montaje judicial, que la tuvo dos años tras las rejas. Yo, tal vez, tuve la mejor parte, porque solamente fui conducida a una correccional de menores cuando tenía 15 años, pero tuve la suerte de que mi rendimiento académico se convirtió en el argumento para que me devolvieran a la libertad, bajo custodia de personas de noble corazón que tuvieron a bien brindarnos su apoyo en ese difícil momento.
Fueron dos años de presión para que mi papá se entregara, que no le dejaron más opción que la clandestinidad y, en identidad con sus ideales, por la insurgencia. Desde entonces se incorporó a la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional (ELN), donde se desempeñaba como salubrista del Frente Bolcheviques del Líbano. ¡Vaya paradoja! Mi papá salvó decenas de vidas, trajo otras tantas al mundo, cuidó de la salud de insurgentes, pero también de campesinos y de todo aquel que lo necesitara en la zona. Y, sin embargo, mi papá murió por una negligencia médica.
En noviembre de 2005 mi papá fue detenido por el Ejército. Desde entonces, empezó el calvario del encierro. Su espíritu revolucionario se tornó más intenso. Como siempre, era el primero en levantarse y el último en acostarse. Promovía grupos de estudio, brigadas de limpieza, jornadas de actividad física, y un sinnúmero de actividades que lograron posicionarlo como un referente en cada uno de los patios de las cárceles donde estuvo prisionero. Eso tampoco lo perdona el Estado.
Son innumerables las solicitudes de trabajo, de talleres, de actividades para desarrollar al interior de la cárcel y nunca fueron atendidas. Lo único que logró fue su traslado de un patio a otro y de la Cárcel de Picaleña, que permitía a nuestra familia estar un poco más cerca, a la cárcel de La Dorada (Caldas). Allí mi padre comenzó a enfermar. A la edad de 65 años empezó a tener intensos dolores de cabeza y mareos. Una vez más, los directivos penitenciarios de Doña Juana en La Dorada (Caldas), se llenaron de solicitudes de mi padre, en donde les exigía su derecho elemental a la salud. Nunca fueron atendidas por el INPEC.
Mi padre empezó a sufrir desmayos que tampoco fueron atendidos por el INPEC. Sus compañeros de cautiverio hicieron huelgas y motines, hasta que lograron que lo sacaran a "la unidad de sanidad" (como llaman en las cárceles), donde lo aislaron. Tan pronto supimos la familia empezamos a llamar a solicitar información sobre su estado de salud, y nos decían que mi papá tenía depresión.
¿Depresión? Un hombre que fue ejemplo de dignidad y para quien su tarea principal era la libertad, no la suya, sino la del pueblo, no tenía tiempo para deprimirse. Empezamos a gestionar visitas de organismos de derechos humanos, el ingreso de los abogados del Comité de Solidaridad, y de la abogada que llevaba el caso de mi papá, a apelar por lo menos al más mínimo sentido de humanidad de los guardias, pero nada funcionó. Un día cualquiera, mi papá fue remitido, en grave estado de salud, nuevamente a la cárcel de Picaleña, pero no lo hacían para permitir el acercamiento familiar, como lo veníamos solicitando dos años antes. Tampoco lo hacían por su estado de salud. Simplemente lo enviaron en revisión ordinaria, como para deshacerse del problema.
En la cárcel de Picaleña, al encontrarlo en tan delicado estado de salud, fue remitido al Hospital Federico Lleras Acosta, donde recibió una atención deshumanizada y humillante, como suelen recibir la mayoría de presos colombianos que se enferman. Sin atender la delicada situación de mi papá, fue devuelto a la cárcel, con la prescripción de observación permanente en la unidad de sanidad. Al día siguiente, logramos una visita de diez minutos para ver a mi padre, y lo encontramos con un golpe terrible en la cabeza, bañado en sangre y en una situación peor. "Fue que se cayó", fue lo que nos dijeron en el INPEC.
De manera desesperada empezamos a rogar que lo llevaran de nuevo a un centro médico. Mi padre ya no podía hablar tan siquiera, llevaba casi quince días vomitando, no controlaba esfínteres, había perdido peso de manera alarmante y, por si fuera poco, se agregaba un trauma craneoencefálico que nunca se supo cómo sucedió dentro de la cárcel. Nada de eso fue suficiente para que los directivos del INPEC atendieran su salud. Dos días después, con toda la presión hecha pero cuando prácticamente no quedaba nada que hacer, mi papá fue remitido de nuevo a una institución hospitalaria en estado de coma. Allí le encontraron un tumor en su cerebro. Estuvo 22 días en cuidados intensivos, hasta que el 29 de junio del año 2010, mi papá falleció.
Quiero compartir esta historia con ustedes para demostrar el tamaño de la ignominia que viven los presos colombianos, y especialmente, los presos políticos, contra quienes pareciera existir una política de Estado, que somete sus derechos, su dignidad y su vida a todo tipo de atropellos, como una suerte de sanción política extra-judicial, pero también lo quiero hacer para plantear una reflexión mucho más allá de la casuística, aprovechando la instalación de esta Comisión de Observación Internacional.
En las cárceles colombianas, y en general en el sistema penitenciario colombiano, no existe la más mínima noción de salud, y menos aún, una política sanitaria. No sólo entendida la salud como la ausencia de enfermedad o la atención a las enfermedades de los presos cuando éstas ocurren, sino entendida como las condiciones básicas de calidad de vida para los internos. Las cárceles son sitios insalubres, caldos de cultivo de enfermedades infecto-contagiosas; no cuentan con condiciones de saneamiento básico; no existe un seguimiento a los regímenes nutricionales; el hacinamiento es crítico; los problemas de salud mental, de enfermos crónicos, de salud pública que padecen muchos internos no son tratados de manera adecuada en las condiciones particulares que ello exige. Al contrario, son sometidos ellos y los otros, que gozan por lo menos de ausencia de enfermedad, a convivir en espacios comunes que agudizan y tensionan la situación sanitaria aún más.
Pero hay una cuestión que me genera particular inquietud: el INPEC paga a CAPREPOC, la EPS que atiende la salud de los internos, aproximadamente 27 mil pesos mensuales por cada preso. Es decir, alrededor de dos mil seiscientos millones de pesos, mes a mes, y casi 32 mil millones de pesos al año. ¿En qué se invierte ese dinero, si las condiciones de sanidad de las cárceles son absolutamente precarias? ¿Cuánto dinero de ese se invierte en atender la salud de los internos, si pasan años para que sea aceptada una solicitud de revisión médica, de exámenes, de tratamiento por parte de los internos? ¿A dónde va a parar ese dinero si en las cárceles no existe la más mínima medida de promoción y prevención de la salud y, menos aún, políticas sanitarias?
Ruego a la Comisión de Observación que esta situación sea tenida en cuenta con particular prioridad y énfasis. El derecho a la salud es fundamental por su conexidad con la vida y, por tanto, es de obligatorio cumplimiento por parte del Estado colombiano y el INPEC como directos responsables de la integridad de las personas recluidas en las cárceles colombianas.
Ruego a la Comisión de Observación presionar a la institucionalidad internacional de la salud en el mundo, para que sus ojos sean volcados sobre esta grave situación en las cárceles colombianas.
Pero, especialmente, ruego a la Comisión de Observación hacer seguimiento y monitoreo a la situación de salud de los y las presas políticas, pues, como advertí párrafos atrás, parece existir una política extra-judicial de sanción que aprovecha afecciones de salud para mancillar su dignidad y su vida.
A los y las familiares, con quienes comparto la angustia, la solidaridad, el amor y el compromiso por nuestros prisioneros y prisioneras, no me queda más que decirles que debemos estar atentos a cualquier asomo de enfermedad en ellos. No hay duda, no hay espera. Hay que actuar presionando desde el principio. Pero también invitarlos a organizarnos. Estamos en condiciones de construir una red de trabajo más fuertes para acompañarlos, apoyarlos, y seguir luchando por los derechos de nuestros familiares prisioneros y prisioneras políticas en Colombia. Porque aquí no estamos todos. Aquí faltan nuestros presos.
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