Rafael Uzcátegui (*)
Tras los horrores cometidos en la
Segunda Guerra Mundial, en el año 1948 la Asamblea General de la Organización
de las Naciones Unidas (ONU) aprobó la Declaración Internacional de Derechos
Humanos, que a pesar de no ser un documento obligatorio o vinculante para los
Estados miembros, significó un hito muy importante para establecer los mínimos
por los cuales debe regirse la dignidad humana. La Declaración significó un
referente para el acuerdo de compromisos a ser cumplidos por los Estados, por
lo que en 1966 la ONU adoptó a su vez el Pacto Internacional de Derechos
Civiles y Políticos así como el Pacto Internacional de Derechos Económicos
Sociales y Culturales, con lo que se completó el marco garantista conocido como
Carta Internacional de Derechos Humanos.
En el 2007, como un intento de actualizar y responder a los retos de la
sociedad global se propone la Declaración Universal de los Derechos Humanos
Emergentes, que incluye novedades como el derecho al agua y al saneamiento, el
derecho humano al medio ambiente, derechos relativos a la orientación sexual y
a la identidad de género, derechos relacionados con la bioética y el derecho a
la renta básica.
Durante la década de los ochentas
y los noventas se discutió sobre si el Estado debería seguir siendo el
responsable de las violaciones a los derechos humanos. Países como Estados
Unidos y Gran Bretaña, al convertirse en promotores del neoliberalismo, se conformaron
en paladines de un modelo que pregonaba que los Estados debían reducir al
máximo su intervención en materia económica y social, dejando a la acción del
libre mercado regir los destinos de la sociedad. En América latina la
aplicación de paquetes de medidas macroeconómicas de inspiración neoliberal fue
una constante, generando dudas y afirmaciones de lo que se suponía la erosión
de la soberanía estatal frente a otros actores, como por ejemplo las compañías
de capital y acción transnacional. Frente a este escenario, se argumentó que el
crecimiento de este tipo de empresas, y su capacidad de cuestionar el poder de
los Estados, las convertía, de facto, en el nuevo epicentro de las violaciones
a los derechos humanos.
Las predicciones anteriores no se
cumplieron. En Latinoamérica la aplicación del recetario neoliberal no
demostró, salvo en la particular experiencia chilena, que los mercados fueran
capaces de asegurar el equilibrio institucional, el crecimiento económico y
reducir los escandalosos índices de pobreza en la región. Por el contrario, una
serie de movimientos y alzamientos populares rechazaron la jerarquización de
los índices de crecimiento macroeconómicos sobre las necesidades de la gente.
En segundo lugar, los adelantos en materia tecnológica e informática
reconfiguraron y globalizaron, en tiempo real y en muchos sentidos, el
funcionamiento capitalista del mundo revitalizando como punto central de la red
de flujos de capitales a los propios Estados. Y, por último, como acaban de
demostrar precisamente los países que otrora fueron los mayores promotores del
modelo, las propias distorsiones y perversiones de la especulación financiera
obligaron a que los mismos actores económicos pidieran a gritos la intervención
económica y reguladora de los Estados como salvavidas ante la debacle.
No tenemos que irnos muy lejos
para ejemplificar como hoy el Estado es fundamental para apuntalar las bondades
económicas y competitivas de los territorios bajo su control.
Venezuela tiene
en la producción y exportación de energía su rol en el mercado de compra y
venta mundial. Y es el Estado venezolano, y nadie más, quien tiene la capacidad
de establecer condiciones y marcos regulatorios para la participación de los
capitales foráneos y locales en el negocio. Ha sido este poder, en un
contexto donde aun no existen energías
alternativas a los hidrocarburos, el que ha permitido que el Estado venezolano
haya creado la figura de las empresas mixtas para canalizar la intervención de
las compañías multinacionales energéticas en el negocio operado dentro de sus
fronteras. Como ningún otro, la estatal PDVSA es hoy el nodo estratégico que
permite el entramado de flujos de capitales a través del país. Quien continúe
afirmando que el Estado venezolano es un ente reducido por el neoliberalismo
está haciendo uso de argumentos que ya tienen dos décadas de atraso.
Ante estos hechos mal podía considerarse,
por ejemplo, que Chevron o Repsol, dos de las compañías socias en proyectos a
ser desarrollados durante 40 años por Empresas Mixtas - donde el Estado participa
y posee la mayoría accionaria-, son los responsables de la violación del
derecho al ambiente sano, debido a la contaminación que genera la industria, o
de la violación de los derechos de los pueblos indígenas, por estar paralizado
el proceso de demarcación de sus territorios ya que se encuentran ubicados
sobre ricos yacimientos minerales. Ha sido el Estado venezolano quien ha creado,
decidido y fomentado las condiciones de la
actividad económica de estas transnacionales en el país y es el Estado quien
debe responder por las consecuencias sociales y ambientales negativas que la
actividad extractiva genera.
(*) Coordinador del Programa de
Investigación de Provea
@fanzinero
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