Javier
Aranda Luna 5 de oct 2011 La Jornada-México
¿La mujer
tiene derecho a decidir su futuro? ¿A tener una vida digna? ¿A decidir cuándo
ser madre? ¿Y si no quiere serlo la convierte en delincuente? ¿Tiene derecho a
decidir sobre su cuerpo o es un ciudadano tan de segunda que requiere que otros
decidan por ella?
La
Suprema Corte de Justicia de la Nación -México- ha dictaminado que es constitucional la
interrupción voluntaria del embarazo antes de las 12 semanas pero existen
grupos que luchan contra ese derecho a la salud, a la maternidad voluntaria y a
la libertad. El artículo 4o. constitucional dice que toda persona tiene derecho
a decidir de manera libre, responsable e informada sobre el número y el
espaciamiento de sus hijos.
Pero desgraciadamente
esa misma Corte, salvo siete honradísimas excepciones, ha dictaminado que es
posible garantizar ese derecho como en cualquier democracia del mundo moderno
pero también que existan zonas de excepción donde la mujer que decida utilizar la
píldora del día siguiente incluida por la Secretaría de Salud entre sus
medicamentos básicos, sea susceptible de ser acusada, consignada y apresada por
homicidio en estados como Baja California y San Luis Potosí. ¿Por qué convertir
en delito un derecho?
Desgraciadamente
en esos y otros estados del país las mujeres siguen siendo consideradas
personas de segunda, ciudadanas de poca monta, incapaces de decidir su futuro.
Y como ocurre siempre, las mujeres más afectadas son, serán, las mujeres más
pobres, que por falta de información y recursos son presa fácil de aquellos
sepulcros blanqueados que con una mano levantan la cruz y con la otra compran
tangas como el líder histórico de Provida Jorge Serrano Limón.
Condenar
a la mujer a una maternidad forzada es una tentación fascistoide. Cuando cayó
el régimen del dictador Nicolás Ceausescu se descubrieron cientos de niños que
deambulaban por las calles de Rumania robando aquí y allá en busca de comida.
Esos niños de la calle fueron los hijos de Ceausescu. Los hijos de la maternidad
forzada. En la Rumania de Ceascescu estaban prohibidas las píldoras
anticonceptivas y naturalmente el aborto. A las mujeres se les practicaba con
regularidad un examen obligatorio para saber si estaban preñadas. Y si lo
estaban eran vigiladas por el Estado con policías en los consultorios para que
llevaran a buen término su embarazo.
No puede
haber debate sobre el derecho a la vida cuando algunos desprecian profundamente
la vida de la mujer y cuando congresos locales luchan contra la Constitución.
No puede haber debate en un Estado laico cuando funcionarios de primer nivel
quieren imponer sus creencias a todos los ciudadanos y convertir sus pecados en
delitos.
En ese
libro que es muchos libros, me refiero a El laberinto de la soledad,
Octavio Paz nos regaló una frase tremendamente cierta:
La mujer
nunca ha sido dueña de sí. Su ser se divide entre lo que es y la imagen que se
hace de ella dictada por la familia, escuela, amigas, religión y amante. Es
terrible que sigan existiendo en nuestro país zonas de excepción jurídica en
contra de las mujeres; que sectas religiosas y políticas que ven en la mujer a
un ciudadano de segunda decidan sobre el destino de las más.
Esos
cristeros modernos, esos talibanes nacidos en México, esos mesías tropicales de
sotana o traje sastre confunden sus razones con la razón, sus pecados con los
delitos, sus credos con la ley, su voluntad, con la voluntad de los demás.
Olvidan
que 88 por ciento de las mujeres que abortan en nuestro país son católicas y
que al año mueren en México mil mujeres por abortar en condiciones precarias.
También olvidan y deberían saberlo que aunque prohíban el aborto las mujeres
que quieran decidir sobre su futuro y su cuerpo y no ser víctimas de una
maternidad forzada seguirán abortando. No como método anticonceptivo porque
sería el más doloroso y caro, sino como una solución límite a un problema
mayor. Bien harían esos cruzados en no mirar la paja en el ojo ajeno y mirar
que las vigas de sus casa, de su templo, de su nicho amenazan con sepultarlos
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